Orwell, o la energía visionaria - Umberto Eco


Orwell, o la energía visionaria 
(Prólogo de Umberto Eco, enero de 1984)

Casi por casualidad Eric Arthur Blair decidió elegir, como nom de plume , el de George Orwell (tras haber descartado H. Lewis Allways, Kenneth Miles y P. S. Burton). Casi por casualidad decidió titular su novela Nineteen Eighty-Four . Al parecer había estado considerando también 1980 y 1982, y se dice que finalmente el título surgió al invertir la fecha de 1948, año en que el escritor redactó la última versión de la novela. Orwell buscaba un futuro lo suficientemente lejano para poder situar en él una historia que hoy en día calificaríamos de ciencia ficción o, mejor aún, una utopía negativa, pero suficientemente cercano para que se cumplieran los temores que realmente le inquietaban, es decir, que antes o después realmente tuviese que suceder algo semejante.

    Pero por casual que fuera la elección de la fecha, también la casualidad, una vez que ha dado origen a un hecho, instaura una necesidad, de modo que una vez llegados al fatídico 1984, ya no podemos sustraernos a los fantasmas que esta fecha evoca. Forman parte de nuestro imaginario colectivo.

    El semanario Time , que en noviembre de 1983 dedicó a Orwell su portada, enumeraba en tono alarmado la enorme cantidad de congresos, seminarios, artículos, ensayos y documentales de televisión que se estaban acumulando en espera del fatídico 1 de enero. Anunciaba una nueva edición crítica de las obras de Orwell, la colocación de una escultura de cera en el museo Tussaud, una decena de congresos en los que iban a participar desde fans de la ciencia ficción hasta el Instituto Smithsoniano y la Biblioteca del Congreso, la publicación de un Calendario 1984 destinado a documentar «la erosión de las libertades civiles en América», y terminaba temiendo la comercialización de camisetas del doblepensamiento y de una barbacoa a lo Hermano Mayor.

    Hoy sabemos lo que es la emoción de las celebraciones, y las modas no pueden sustraerse a la fascinación de centenarios, bodas de oro y conmemoraciones de difuntos. Pero si tanta locura rodea a este hecho que no sabríamos definir en términos de una celebración codificable (¿cumpleaños, nacimiento, vencimiento, cita?), no es por razones frívolas. El terrible libro de Orwell ha marcado nuestro tiempo, le ha proporcionado una imagen obsesiva, la amenaza de un milenio bastante cercano, y diciendo «vendrá un día…» nos ha implicado a todos en la espera de ese día, sin permitirnos tomar la distancia psicológica necesaria para preguntarnos si el 1984 no ha ocurrido hace ya tiempo.

    Ciertamente, son muchos los que han leído este libro como la descripción de un presente, y en este caso como una sátira —así la definió en realidad Orwell, aunque se trata de una sátira sin alegría— del régimen soviético. Es más, en cuanto salió el libro suscitó reacciones opuestas, apasionadas y discordes, y todas más o menos miopes. Unos lo interpretaron como un providencial panfleto de apoyo a la guerra fría, otros como un libelo conservador (olvidando que Orwell se consideró socialista hasta el final), otros —por las mismas razones, pero de signo ideológico opuesto— consideraron a Orwell un lacayo del imperialismo, y hubo quien insistió en la honestidad de ese anarquista herido por la terrible experiencia sufrida como voluntario en la guerra de España, donde el grupo en el que militaba fue expulsado sin piedad por las formaciones comunistas. Así que este torbellino de pasiones ha impedido durante mucho tiempo leer este libro sine ira et studio , para decidir de qué hablaba realmente.

    Digamos también que el libro tiene muy poco —aunque ese poco es muy importante— de profético. Al menos las tres cuartas partes de lo que explica no es utopía negativa, es historia.

    El libro apareció en 1949, y en aquella fecha no hacía falta tener espíritu profético (a lo sumo, y para un socialista convencido, coraje y lealtad intelectual) para hablar del Hermano Mayor y de su archienemigo, el heresiarca judío Goldstein. La lucha Stalin-Trotski, las grandes purgas, la enciclopedia soviética que reivindicaba para los científicos rusos los grandes descubrimientos científicos del siglo, la atribución al dictador de todas las gestas históricas que habían conducido al triunfo del régimen, incluso la corrección continua de la historia (uno de los hallazgos más populares y estremecedores de la novela): todo esto era ya crónica, aunque eliminada. Tampoco podemos olvidar que en 1940 ya había aparecido El cero y el infinito de Koestler.

    Pero Orwell no solo se estaba recuperando de su decepción como revolucionario y combatiente traicionado, sino que era un inglés que vivía el final de la Segunda Guerra Mundial y la victoria sobre el nazismo: muchas de las atrocidades que se celebran en Oceanía recuerdan costumbres y ritos nazis; piénsese en la pedagogía del odio, en el racismo que separa a los miembros del partido de los «proles», en los niños reunidos en una especie de Hitlerjugend y educados para espiar y para denunciar a sus padres, en el puritanismo de la raza elegida para la que el sexo es únicamente un instrumento eugenésico…

    Lo que hace Orwell no es tanto inventar un futuro posible pero increíble, como realizar una labor de collage sobre un pasado absolutamente creíble porque ya ha sido posible. E insinuar la sospecha (tal como sugiere que los regímenes de los tres superestados en guerra continua sean sustancialmente iguales) de que el monstruo de nuestro siglo es la dictadura totalitaria y que, con respecto al mecanismo fatal del totalitarismo, las diferencias ideológicas en el fondo cuentan muy poco. Así interpreta 1984 , por ejemplo, Bertrand Russell.

    Esta es sin duda una de las buenas razones que han convertido el libro en un grito de alarma, una llamada de atención y una denuncia, y es también por esto por lo que el libro ha fascinado a decenas de millones de lectores en todo el mundo. Sin embargo, creo que hay otra razón, más profunda. Y es que a lo largo de casi cuatro décadas (las que nos separan de la publicación de 1984 ) se ha ido abriendo paso la impresión de que el libro, si bien por un lado hablaba de lo que ya había sucedido, por el otro, más que hablar de lo que podría suceder, hablaba de lo que estaba sucediendo.

    Tómese el indicador más evidente y luminoso: la televisión. Baird proyecta su primer televisor en 1926, las primeras transmisiones experimentales se realizan hacia 1935, en Inglaterra y en América se empieza a hablar de televisión no experimental después de la guerra; de modo que Orwell pone en escena algo que todavía no es un instrumento de masas pero que ya existe, y no está haciendo ciencia ficción. Que a través de los nuevos medios de comunicación se pudiese recibir adoctrinamiento no era una utopía negativa: la filosofía goebbelsiana de la radio como instrumento de propaganda y de control ideológico ya había sido ampliamente discutida; Adorno y Horkheimer comienzan la Dialéctica de la Ilustración en 1942; y de los prodigios tecnológicos como instrumentos de opresión ya había hablado (¡en 1932!) otro extraordinario libro, Un mundo feliz , de Huxley.
    Pero lo que en Orwell resulta nuevo y profético no es la idea de que con la televisión podemos ver a personas distantes, sino la de que personas distantes pueden vernos a nosotros. Es la idea del control a través del circuito cerrado, que se pondría en práctica en las fábricas, en las cárceles, en los locales públicos, en los supermercados y en las comunidades fortificadas de la burguesía acomodada; es esta idea (a la que hoy ya estamos acostumbrados) la que Orwell agita con energía visionaria. Y a causa de esas ideas, que la historia ha ido confirmando día a día, los lectores han seguido interpretando 1984 como un libro sobre la actualidad, más que como un libro sobre futuribles. Orwell nos hizo narrativamente evidente lo que solo más tarde Foucault nos descubriría como la idea benthamiana del Panóptico, un centro penitenciario donde el que está encerrado puede ser observado sin poder observar. No obstante, Orwell sugiere anticipadamente algo más: la amenaza de que el mundo entero se convierta en un inmenso Panóptico.

    Entonces descubrimos el alcance de la utopía negativa de Orwell y descubrimos por qué —y a muchos les habrá parecido puro pasotismo— el escritor nos recuerda que no hay diferencias entre el régimen de Oceanía, el de Eurasia y el de Estasia. La sátira de Orwell no solo va dirigida contra el nazismo y el comunismo soviético, sino contra la propia civilización burguesa de masas.

    De hecho, ¿dónde se producirá una situación en que a la clase dirigente se le imponga un severo control de su moralidad sobre la base de criterios de eficiencia, mientras a la clase sometida, los «proles», se les deja amplia libertad de desenfreno, incluidos no solo la libre expresión del sexo sino incluso su incentivo programado a través de la pornografía industrializada? No son los pobres del régimen soviético (opuestos a la Nomenklatura) los que pueden ver las películas porno: son los marginados de los países capitalistas —con la diferencia, ciertamente no secundaria, de que estos comen, visten y beben mejor que los «proles» de Oceanía.

    ¿Y dónde se ha desarrollado el Newspeak , la nuevalengua, que reduce el léxico y la sintaxis para reducir la riqueza de las ideas y de los sentimientos? Los países socialistas han desarrollado una lengua estándar de la ideología y de la propaganda, hecha de eslóganes y frases hechas, pero si bien esta lengua tiene la misma finalidad de la nuevalengua orwelliana, no posee su estructura gramatical. La nuevalengua se parece mucho más a la lengua de los concursos televisivos, de la prensa popular anglosajona y de la publicidad. Muchas de las palabras que Orwell presenta en el breve tratado de lingüística que figura a modo de apéndice a su obra (aunque solo se lean en la adaptación del traductor pero, a primera vista, la impresión, mutatis mutandis , es la misma que se tiene con un simple cotejo con el original) parecen salidas de la publicidad televisiva, se asemejan a las palabras que dirigen diariamente al ama de casa y al niño los vendedores de felicidad con vales de regalo. Me pregunto qué diferencia hay entre palabras como infrío, dobleplusfrío, viejopensar y barrigasentir (nuevalengua), y «inlimitado», «dhulicioso», «chocobueno» o «refrescancia»…

    Y finalmente (gran idea de Goldstein), Orwell anticipó no solo la división del mundo en zonas de influencia con alianzas cambiantes según los casos (¿con quién está hoy China?) —idea que ya se podía extraer de las crónicas de Yalta—, sino que vio lo que realmente está sucediendo hoy: que la guerra no es algo que estallará, sino algo que estalla todos los días, en áreas determinadas, sin que nadie piense en soluciones definitivas, de modo que los tres grandes grupos en conflicto puedan lanzarse advertencias, chantajes e invitaciones a la moderación. Ciertamente, muere gente, e incluso esas muertes se contabilizan, de modo que la guerra pasa de ser epidémica a endémica. Pero en último término tiene razón el Hermano Mayor, «la guerra es paz». La propaganda de Oceanía por una vez no miente: dice una verdad tan ultrajante que nadie consigue entenderla.

    Orwell va mucho más allá de una simple sátira del estalinismo: de hecho, para él no es en absoluto necesario que el Hermano Mayor exista realmente. Sí era todavía necesario que Stalin existiese; Andropov, no, y (mientras escribo) algún diario insinúa que tal vez esté muerto, o postrado en una silla de ruedas; sin embargo, es completamente irrelevante que recobre la salud o que se celebren sus exequias en la plaza Roja. El problema es que al fin y al cabo también es irrelevante quién sea el presidente de Estados Unidos o quién mande realmente en China (con independencia de las distintas técnicas que cada potencia elabora para obtener el consenso interno). Orwell intuyó que en el futuro-presente del que habla se despliega el poder de los grandes sistemas supranacionales y que la lógica del poder ya no es, como en tiempos de Napoleón, la lógica de un hombre. El Hermano Mayor sirve porque también es necesario tener un objeto de amor, pero basta que sea una imagen televisiva.

    Todo esto explica la fascinación que ejerce esta novela, aunque —y creo que en este momento se puede decir sin miedo a ser tachados de antiorwellianos— no se trata en absoluto de una obra maestra de la literatura. Su moralismo es más proclamado en voz alta que afirmado con los hechos, el estilo no supera al de una buena novela de acción y sin duda Le Carré, desde un punto de vista narrativo, lo haría hoy mejor. Todo en la obra, hasta sus páginas más fascinantes, nos recuerda algo ya visto, y piénsese, solo a modo de ejemplo, en Kafka. Las páginas dedicadas a la tortura, al sutil vínculo de amor que une al torturado y al torturador, ya las hemos leído en algún otro sitio, por lo menos en Sade. La idea de que la víctima de un proceso ideológico no solo ha de confesar sino que ha de arrepentirse, convencerse de su error y amar sinceramente a sus torturadores e identificarse con ellos (y que solo entonces vale la pena matarla), Orwell nos la presenta como si fuera nueva, pero no lo es: es una práctica constante de todas las inquisiciones que se respeten.

    Sin embargo, en un determinado momento, la indignación y la energía visionaria dominan al autor y le hacen ir más allá de la «literatura», de modo que Orwell no escribe tan solo una obra narrativa, sino un cult book , un libro mítico.

    Las páginas sobre la tortura de Winston Smith son terribles, tienen justamente una grandeza de culto, y la figura de su torturador nos corta la respiración, porque también lo hemos visto en algún otro sitio, aunque sea disfrazado, y en cierto modo ya hemos participado en esta liturgia, y nos tememos que de repente el torturador se revele y aparezca a nuestro lado, o delante de nosotros, y nos sonría con infinita ternura.

    Y cuando Winston finalmente, apestando a ginebra, llora contemplando el rostro del Hermano Mayor, y lo ama sinceramente, nos preguntamos si también nosotros estamos amando (bajo cualquier imagen) nuestra Necesidad.
    Aquí ya no estamos (solo) ante lo que habitualmente reconocemos como «literatura» e identificamos con la buena escritura. Aquí estamos, repito, ante energía visionaria.


    Y no todas las visiones se refieren al futuro, o al Más Allá.

Prólogo de Pedro Lain Entralgo - 1984



El resonante éxito mundial de la novela 1984, de George Orwell (Eric Arthur Blair, según el registro civil), se debe en primer término a su contenido, más también a la actitud mental y al modo literario, tan profundamente ingleses, con que ese contenido ha llegado a ser obra de ficción. 

No es un azar que el sentido literario de la palabra “humor” haya sido tomado del inglés en todos o casi todos los idiomas cultos; y no lo es porque, pese a los eruditos esfuerzos dialécticos del Pirandello joven, escritores ingleses han sido los protagonistas de la adición de ese sentido literario al puramente médico y psicológico que el término latino humor poseyó durante la Antigüedad y la Edad Media. Dejemos ahora el arduo problema de la definición y la teoría del humor. Sin entrar en él -aquel a quien de veras interesa el tema, vea el penetrante y documentado libro de C.Fernández de la Vega-, tres cosas me atrevo a afirmar que el humorismo puede adoptar dos formas principales, complementaria y polarmente relacionadas entre sí, la melancólica y la irónica; que en las dos, dejando aparte la singularísima y cimera figura de Cervantes, han descollado soberanamente escritores británicos; y que entre ellos, como brillante artífice de este lado irónico del humor, hállase el autor de 1984.

Antropológicamente considerado, ¿en qué consiste el modo irónico del humor? A mi juicio, en menospreciar burlesca o acremente la condición humana desde una muy positiva y secreta estimación de ella y, por lo tanto, desde un medular gusto or la vida de cada día. La parte de Los viajes de Gulliver en que se describe la estancia del héroe del relato en el País de los Caballos podría servir de claro y alto ejemplo. Pues bien, esa misma actitud anímica de Jonathan Swift, ese simultáneo y redomado decir: “¡Qué cosa miserable y qué gran cosa es esto de ser hombre!”, constituye una de las claves más centrales de 1984. Pronto veremos cómo. 

No menos inglesa que el cultivo del humorismo irónico es otra de las notas estilísticas o modales de 1984; la afición a jugar intelectualmente con el tiempo, bien admitiendo por modo de ficción que el espíritu humano puede actuar en la tierra más allá del “antes” y el “después” de los relojes y los calendarios -dos títulos a modo de ejemplo: Time and the Conways y Berkeley Square-, bien imaginando entre bromas y veras, a la postre el juego, lo que en la singular circunstancia geográfica o histórica inventada por el narrador podría ser la vida humana: ahí están para demostrarlo, los hombres de Swift, Defoe, Lewis Carroll, H.G. Wells, Aldous Huxley y Red Bradbury; y ahí, exactamente en la misma línea, este George Orwell que en 1949 se lanzó a imaginar con humor irónico -y hasta con humor sarcástico- lo que treinta y cinco años más tarde, en un mundo ya totalmente socializado y tecnificado, podrían ser Londres e Inglaterra. 

Pero entremos resueltamente en el contenido de la novela y tratemos de entender con alguna profundidad los problemas que plantea esa inventada vida en “Ingsoc”, cuando este país sea una pequeña parte de Oceanía, y Oceanía una de las tres enormes potencias políticas en que va a partirse, una vez radicalmente socializada y tecnificada la humanidad, toda la superficie del globo terráqueo. Bajo el mando de un Partido Unico, y en definitiva del hombre que dentro de ese Partido llaman “el Hermano Grande”, los habitantes de Ingsoc han llegado a perder, en cuanto personas, toda libertad y toda autonomía. Su vida se halla íntegramente ordenada al interés de la colectividad, mejor dicho, a lo que el Partido Unico y el Hermano Grande piensan y quieren que sea ese interés; lo cual ha sido posible en el año 1984 porque así lo permiten entonces las técnicas de gobierno de la conducta humana. Anímicamente transformado por obra de esas técnicas, ¿no vemos al final del relato, cómo Winston Smith, el último rebelde contra el Partido, el postrer sediento de libertad y autonomía personal en la vieja Inglaterra, llega incluso a amar al Hermano Grande? “La lucha había terminado y el triunfo era completo, definitivo, rotundo. Winston acaba de triunfar sobre mí mismo. Al fin amaba al Hermano Grande…”

Tres ingentes cuestiones históricas dibujan dramáticamente -no, no hay aspaviento alguno en este adverbio- bajo el tema, la trama y la anécdota de 1984: la relación entre la técnica y la naturaleza en general; las posibilidades de una manipulación técnica de la naturaleza humana; la influencia de la técnica sobre la política.

Mediante la técnica, el hombre gobierna la naturaleza. Mejor dicho: mediante la técnica va el hombre gobernando la naturaleza de una manera  cada vez más profunda y acabada. ¿Hasta dónde llegara en su empeño? Incoativamente desde los años finales del siglo XIII, de manera expresa desde el siglo XVIII, la respuesta es: ese empeño no tiene un “hasta dónde”, porque carece de límite, porque es ilimitado. Nadie sabe y nadie puede saber si para la técnica del hombre habrá algo que al fin sea absolutamente imposible. Dentro de esta rotunda convicción -ya tan acusada en la humanidad actual- se mueven y actúan los personajes de 1984.

Con todo, no es éste su principal problema, porque 1984 no es una novela de ciencia-ficción. Lo que verdaderamente les importa a ellos es el control técnico de las conductas individuales, y en último extremo el de la naturaleza humana. Con toda claridad lo dice O’Brien, uno de los miembros supremos del Partido: “A la vida la dominamos nosotros, Winston, en todos su aspectos. Se deja usted llevar por la idea de que existe la llamada naturaleza humana, la cual -cree usted-  acabará por reaccionar contra nosotros al ser vulnerada en sus leyes. Pero la naturaleza humana la creamos nosotros. El hombre es un ser infinitamente maleable. Si usted cree ser un hombre, Winston, considérese  como el último ejemplar de esa especie. A esa especie la hemos sucedido nosotros.”

Con estas palabras, O’Brian ha llegado al fondo mismo de la cuestión: “la naturaleza humana la creamos nosotros”. Terrible aserto. No, no se trata de una jactancia del personaje O’Brien o de un capricho expresivo de George Orwell, autor de ese personaje. Desde hace más de un siglo -desde que los hombres comenzaron a tomar plena conciencia de lo que son la historia y le técnica-, dos tesis contrapuestas acerca de la naturaleza humana circulan por el mundo. Según una, esa naturaleza, a través de las enormes novedades históricas que han convertido al homínido paleontológico en el hombre civilizado y culto del siglo XX, tendría un nervio constante e invariable. Primitivo, asirio, griego, medieval, romántico o astronauta, el hombre nunca deja de ser hombre, y esto hace que haya siempre algo permanente en su conducta; lo cual, claro está, nos plantea el nada leve problema del “qué” de esa radical y constante hominidad. ¿Qué es lo que realmente nos autoriza a equiparar, en cuanto “hombre”, al de Neandertal y a Alberto Einstein? Según otra, la naturaleza humana ha ido sufriendo y puede todavía sufrir cambios tan profundos y fundamentales, que son posibles, y lo irán siendo más y más en el futuro, modos de ser hombre -o superhombre- enteramente distintos de los que hasta ahora han aparecido sobre el planeta; con lo cual la expresión “naturaleza humana” no pasaría de ser una venerable antigualla, una superstición procedente de los tiempos en que la capacidad innovadora de la historia y la capacidad transformadora -o creadora- de la técnica no habían sido suficientemente descubiertas. Así lo piensan O’Brien y sus camaradas del Consejo del Partido, y sobre la utilización de ese pensamiento descansa su acción política. 

No, no se trata de una ocurrencia gratuita y fantástica de George Orwell. Las incipientes técnicas de la biología actual, ¿no permiten acaso entrever la posibilidad de una manipulación planeada de esas minúsculas estructuras orgánicas -los cromosomas- que dan su continuidad y su raíz corporal a la especie humana? Y los tan importantes experimentos neurofisiológicos de nuestro compatriota Rodríguez Delgado, ¿no llevan dentro de sí el esbozo de un posible control a distancia de la conducta del hombre? Sí: aunque nuestra especie siga siendo hasta su extinción -hasta el “fin del mundo”-especie humana, la posibilidad de que un día existan hombres más distintos de nosotros que nosotros de nuestros remotísimos abuelos de Olduvai Y Neandertal, es todo menos una fantasía. La cual nos conduce a la última de las tres enormes cuestiones antes apuntadas: la futura influencia de la técnica sobre la política. 

Si persistimos en la costumbre de llamar “hombres” a los mamíferos bípedos dotados de libertad en su intimidad y en su comportamiento, ¿será Winston Smith el último hombre? Las ciudades del futuro, ¿llegarán a ser, bajo el dominio de la técnica, cuadriculados hormigueros de unas hormigas bipedestantes y automatizadas? La inteligencia del hombre, ¿dejará un día de ser imaginativa y creadora, se limitará al simple ejercicio de entender que “dos y dos son cuatro” y de explicar científicamente cómo se forman las cordilleras y las células?

En el orden político y moral, una cosa es cierta: que, mediante su técnica -haya sido ésta la talla de un hacha de sílex o la construcción de una bomba de hidrógeno-, siempre el hombre puede hacer más de lo que debe hacer. Un hacha de sílex puede servir para cazar un venado o para abrir el cráneo de un semejante. La energía atómica puede emplearse para la guerra y la paz. Moralmente, la técnica es ambigua, y esta ambigüedad moral suya sería el rostro ético de ese “peligro” que en la esencia misma de la técnica ha visto el filósofo Heidegger. Mas la humanidad, aunque en tantas ocasiones haya hecho uso de su “poder” violando abiertamente las fronteras de su “deber”, ha seguido existiendo y progresando hasta ahora sin perder -al menos, contemplada en su conjunto- la conciencia de su interna libertad. Ese constituido “peligro” de la técnica, esa ominosa capacidad de destrucción o de transformación peyorativa que toda operación técnica lleva siempre consigo, queda expresadamente conjurada en la reflexión del filósofo Heidegger por dos luminosos versos del poeta Höderlin:

Pero donde está el peligro,
allí nace lo que salva.

El problema consiste en saber si las atrocidades de la historia contemporánea -guerras de exterminio, campos de concentración, cámaras de gas, frecuente reducción forzosa del discrepante al silencio- permiten o no permiten seguir lanzando al aire la fe y la esperanza que declaran esos dos veros de Hölderlin. ¿Qué nos dice a tal respecto esta novela de George Orwell? Tomada a la letra, su respuesta es: “No: Winston Smith termina amando al Hermano Grande.” Mas ya sabemos que el principal recurso expresivo del humor irónico -y éste es el talante psicológico y literario del autor de 1984- consiste en vituperar la vida con la palabra y en afirmarla con la intención, y por tanto en decir a la vez: “¡Qué cosa miserable y qué gran cosa es esto de ser hombre!” Lo cual nos lleva a afirmar que la verdadera respuesta de 1984 dice así: “Sí: de donde está el peligro, precisamente de allí nace lo que salva.”