15 de febrero de 1948
La palabra “comunismo” nunca se ha convertido en un término sin sentido, como sí ha sucedido con la palabra “fascismo” por el abuso que se hace de ella. Sin embargo, existe cierta ambigüedad, lo cual hace que signifique al menos dos cosas distintas que están vagamente conectadas: una teoría política y un movimiento político que no lleva, de manera visible, esta teoría a la práctica.
Al principio, “comunismo” significaba una sociedad libre y justa basada en el principio de “a cada uno de acuerdo con sus necesidades”. Marx concibió esto como parte de un proceso histórico inevitable. La sociedad se había reducido a una pequeña clase de propietarios con una enorme clase de desposeídos, y un día, de manera casi automática, llegaría la oportunidad para los desposeídos. Unas cuantas décadas después de la muerte de Marx estalló la Revolución rusa, y salieron los hombres que habían sido guiados por Marx y que afirmaban ser sus más fieles discípulos. Sin embargo, en realidad su éxito dependió de que tiraran por la borda buena parte de las enseñanzas de su maestro.
Marx había visualizado un enorme, poderoso y avasallador proletariado que barrería al pequeño grupo de sus oponentes, y a partir de entonces habría un gobierno democrático, a través de representantes elegidos por el pueblo. Lo que en realidad pasó en Rusia fue que una pequeña camarilla de revolucionarios desclasados tomó el poder, afirmando ser los representantes de un pueblo que ni los había elegido ni veía en ellos ninguna solución.
Desde el punto de vista de Lenin, esto era inevitable. Él y su grupo tenían que erigirse con el poder, porque solo ellos eran los herederos de la doctrina marxista, y era obvio que no podían permanecer en él democráticamente. El significado de la “dictadura del proletariado” tendría que haber sido “la dictadura de un puñado de intelectuales, que gobernaban a través del terrorismo”. Se salvó la revolución, pero desde entonces el Partido Comunista ruso tomó una dirección que Lenin probablemente, si hubiera vivido lo suficiente, no habría aprobado.
Instalados en el poder, los comunistas rusos necesariamente desarrollaron una casta gobernante, u oligarquía, de la que no se entraba a formar parte por nacimiento sino por adopción. Como no podían arriesgarse a que creciera la oposición, no podían permitir las críticas genuinas, y como silenciaban las críticas, cometían con frecuencia errores que hubieran podido evitarse; y entonces, como no podían admitir sus propios errores, tenían que buscar chivos expiatorios, a veces a una escala enorme.
Los comunistas pueden haber pervertido su objetivo, pero no han perdido la mística. La creencia de que únicamente ellos son los salvadores de la humanidad es, más que nunca, incuestionable.
En los años 1935-1939 y 1941-1944 era fácil creer que la URSS había abandonado la idea de la revolución mundial, pero hoy resulta claro que ese no era el caso. La idea nunca se abandonó, sino que simplemente se modificó; “revolución” fue cambiando poco a poco hasta significar “conquista”.
Mientras tanto, nos enfrentamos con un movimiento político a escala mundial que amenazaba la existencia de la civilización occidental, que no ha perdido nada de su vigor porque, en cierto sentido, se ha corrompido.
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