Prólogo de Pedro Lain Entralgo - 1984



El resonante éxito mundial de la novela 1984, de George Orwell (Eric Arthur Blair, según el registro civil), se debe en primer término a su contenido, más también a la actitud mental y al modo literario, tan profundamente ingleses, con que ese contenido ha llegado a ser obra de ficción. 

No es un azar que el sentido literario de la palabra “humor” haya sido tomado del inglés en todos o casi todos los idiomas cultos; y no lo es porque, pese a los eruditos esfuerzos dialécticos del Pirandello joven, escritores ingleses han sido los protagonistas de la adición de ese sentido literario al puramente médico y psicológico que el término latino humor poseyó durante la Antigüedad y la Edad Media. Dejemos ahora el arduo problema de la definición y la teoría del humor. Sin entrar en él -aquel a quien de veras interesa el tema, vea el penetrante y documentado libro de C.Fernández de la Vega-, tres cosas me atrevo a afirmar que el humorismo puede adoptar dos formas principales, complementaria y polarmente relacionadas entre sí, la melancólica y la irónica; que en las dos, dejando aparte la singularísima y cimera figura de Cervantes, han descollado soberanamente escritores británicos; y que entre ellos, como brillante artífice de este lado irónico del humor, hállase el autor de 1984.

Antropológicamente considerado, ¿en qué consiste el modo irónico del humor? A mi juicio, en menospreciar burlesca o acremente la condición humana desde una muy positiva y secreta estimación de ella y, por lo tanto, desde un medular gusto or la vida de cada día. La parte de Los viajes de Gulliver en que se describe la estancia del héroe del relato en el País de los Caballos podría servir de claro y alto ejemplo. Pues bien, esa misma actitud anímica de Jonathan Swift, ese simultáneo y redomado decir: “¡Qué cosa miserable y qué gran cosa es esto de ser hombre!”, constituye una de las claves más centrales de 1984. Pronto veremos cómo. 

No menos inglesa que el cultivo del humorismo irónico es otra de las notas estilísticas o modales de 1984; la afición a jugar intelectualmente con el tiempo, bien admitiendo por modo de ficción que el espíritu humano puede actuar en la tierra más allá del “antes” y el “después” de los relojes y los calendarios -dos títulos a modo de ejemplo: Time and the Conways y Berkeley Square-, bien imaginando entre bromas y veras, a la postre el juego, lo que en la singular circunstancia geográfica o histórica inventada por el narrador podría ser la vida humana: ahí están para demostrarlo, los hombres de Swift, Defoe, Lewis Carroll, H.G. Wells, Aldous Huxley y Red Bradbury; y ahí, exactamente en la misma línea, este George Orwell que en 1949 se lanzó a imaginar con humor irónico -y hasta con humor sarcástico- lo que treinta y cinco años más tarde, en un mundo ya totalmente socializado y tecnificado, podrían ser Londres e Inglaterra. 

Pero entremos resueltamente en el contenido de la novela y tratemos de entender con alguna profundidad los problemas que plantea esa inventada vida en “Ingsoc”, cuando este país sea una pequeña parte de Oceanía, y Oceanía una de las tres enormes potencias políticas en que va a partirse, una vez radicalmente socializada y tecnificada la humanidad, toda la superficie del globo terráqueo. Bajo el mando de un Partido Unico, y en definitiva del hombre que dentro de ese Partido llaman “el Hermano Grande”, los habitantes de Ingsoc han llegado a perder, en cuanto personas, toda libertad y toda autonomía. Su vida se halla íntegramente ordenada al interés de la colectividad, mejor dicho, a lo que el Partido Unico y el Hermano Grande piensan y quieren que sea ese interés; lo cual ha sido posible en el año 1984 porque así lo permiten entonces las técnicas de gobierno de la conducta humana. Anímicamente transformado por obra de esas técnicas, ¿no vemos al final del relato, cómo Winston Smith, el último rebelde contra el Partido, el postrer sediento de libertad y autonomía personal en la vieja Inglaterra, llega incluso a amar al Hermano Grande? “La lucha había terminado y el triunfo era completo, definitivo, rotundo. Winston acaba de triunfar sobre mí mismo. Al fin amaba al Hermano Grande…”

Tres ingentes cuestiones históricas dibujan dramáticamente -no, no hay aspaviento alguno en este adverbio- bajo el tema, la trama y la anécdota de 1984: la relación entre la técnica y la naturaleza en general; las posibilidades de una manipulación técnica de la naturaleza humana; la influencia de la técnica sobre la política.

Mediante la técnica, el hombre gobierna la naturaleza. Mejor dicho: mediante la técnica va el hombre gobernando la naturaleza de una manera  cada vez más profunda y acabada. ¿Hasta dónde llegara en su empeño? Incoativamente desde los años finales del siglo XIII, de manera expresa desde el siglo XVIII, la respuesta es: ese empeño no tiene un “hasta dónde”, porque carece de límite, porque es ilimitado. Nadie sabe y nadie puede saber si para la técnica del hombre habrá algo que al fin sea absolutamente imposible. Dentro de esta rotunda convicción -ya tan acusada en la humanidad actual- se mueven y actúan los personajes de 1984.

Con todo, no es éste su principal problema, porque 1984 no es una novela de ciencia-ficción. Lo que verdaderamente les importa a ellos es el control técnico de las conductas individuales, y en último extremo el de la naturaleza humana. Con toda claridad lo dice O’Brien, uno de los miembros supremos del Partido: “A la vida la dominamos nosotros, Winston, en todos su aspectos. Se deja usted llevar por la idea de que existe la llamada naturaleza humana, la cual -cree usted-  acabará por reaccionar contra nosotros al ser vulnerada en sus leyes. Pero la naturaleza humana la creamos nosotros. El hombre es un ser infinitamente maleable. Si usted cree ser un hombre, Winston, considérese  como el último ejemplar de esa especie. A esa especie la hemos sucedido nosotros.”

Con estas palabras, O’Brian ha llegado al fondo mismo de la cuestión: “la naturaleza humana la creamos nosotros”. Terrible aserto. No, no se trata de una jactancia del personaje O’Brien o de un capricho expresivo de George Orwell, autor de ese personaje. Desde hace más de un siglo -desde que los hombres comenzaron a tomar plena conciencia de lo que son la historia y le técnica-, dos tesis contrapuestas acerca de la naturaleza humana circulan por el mundo. Según una, esa naturaleza, a través de las enormes novedades históricas que han convertido al homínido paleontológico en el hombre civilizado y culto del siglo XX, tendría un nervio constante e invariable. Primitivo, asirio, griego, medieval, romántico o astronauta, el hombre nunca deja de ser hombre, y esto hace que haya siempre algo permanente en su conducta; lo cual, claro está, nos plantea el nada leve problema del “qué” de esa radical y constante hominidad. ¿Qué es lo que realmente nos autoriza a equiparar, en cuanto “hombre”, al de Neandertal y a Alberto Einstein? Según otra, la naturaleza humana ha ido sufriendo y puede todavía sufrir cambios tan profundos y fundamentales, que son posibles, y lo irán siendo más y más en el futuro, modos de ser hombre -o superhombre- enteramente distintos de los que hasta ahora han aparecido sobre el planeta; con lo cual la expresión “naturaleza humana” no pasaría de ser una venerable antigualla, una superstición procedente de los tiempos en que la capacidad innovadora de la historia y la capacidad transformadora -o creadora- de la técnica no habían sido suficientemente descubiertas. Así lo piensan O’Brien y sus camaradas del Consejo del Partido, y sobre la utilización de ese pensamiento descansa su acción política. 

No, no se trata de una ocurrencia gratuita y fantástica de George Orwell. Las incipientes técnicas de la biología actual, ¿no permiten acaso entrever la posibilidad de una manipulación planeada de esas minúsculas estructuras orgánicas -los cromosomas- que dan su continuidad y su raíz corporal a la especie humana? Y los tan importantes experimentos neurofisiológicos de nuestro compatriota Rodríguez Delgado, ¿no llevan dentro de sí el esbozo de un posible control a distancia de la conducta del hombre? Sí: aunque nuestra especie siga siendo hasta su extinción -hasta el “fin del mundo”-especie humana, la posibilidad de que un día existan hombres más distintos de nosotros que nosotros de nuestros remotísimos abuelos de Olduvai Y Neandertal, es todo menos una fantasía. La cual nos conduce a la última de las tres enormes cuestiones antes apuntadas: la futura influencia de la técnica sobre la política. 

Si persistimos en la costumbre de llamar “hombres” a los mamíferos bípedos dotados de libertad en su intimidad y en su comportamiento, ¿será Winston Smith el último hombre? Las ciudades del futuro, ¿llegarán a ser, bajo el dominio de la técnica, cuadriculados hormigueros de unas hormigas bipedestantes y automatizadas? La inteligencia del hombre, ¿dejará un día de ser imaginativa y creadora, se limitará al simple ejercicio de entender que “dos y dos son cuatro” y de explicar científicamente cómo se forman las cordilleras y las células?

En el orden político y moral, una cosa es cierta: que, mediante su técnica -haya sido ésta la talla de un hacha de sílex o la construcción de una bomba de hidrógeno-, siempre el hombre puede hacer más de lo que debe hacer. Un hacha de sílex puede servir para cazar un venado o para abrir el cráneo de un semejante. La energía atómica puede emplearse para la guerra y la paz. Moralmente, la técnica es ambigua, y esta ambigüedad moral suya sería el rostro ético de ese “peligro” que en la esencia misma de la técnica ha visto el filósofo Heidegger. Mas la humanidad, aunque en tantas ocasiones haya hecho uso de su “poder” violando abiertamente las fronteras de su “deber”, ha seguido existiendo y progresando hasta ahora sin perder -al menos, contemplada en su conjunto- la conciencia de su interna libertad. Ese constituido “peligro” de la técnica, esa ominosa capacidad de destrucción o de transformación peyorativa que toda operación técnica lleva siempre consigo, queda expresadamente conjurada en la reflexión del filósofo Heidegger por dos luminosos versos del poeta Höderlin:

Pero donde está el peligro,
allí nace lo que salva.

El problema consiste en saber si las atrocidades de la historia contemporánea -guerras de exterminio, campos de concentración, cámaras de gas, frecuente reducción forzosa del discrepante al silencio- permiten o no permiten seguir lanzando al aire la fe y la esperanza que declaran esos dos veros de Hölderlin. ¿Qué nos dice a tal respecto esta novela de George Orwell? Tomada a la letra, su respuesta es: “No: Winston Smith termina amando al Hermano Grande.” Mas ya sabemos que el principal recurso expresivo del humor irónico -y éste es el talante psicológico y literario del autor de 1984- consiste en vituperar la vida con la palabra y en afirmarla con la intención, y por tanto en decir a la vez: “¡Qué cosa miserable y qué gran cosa es esto de ser hombre!” Lo cual nos lleva a afirmar que la verdadera respuesta de 1984 dice así: “Sí: de donde está el peligro, precisamente de allí nace lo que salva.”

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