Dorian Lynskey - El Ministerio de la Verdad



 Dorian Lynskey - El Ministerio de la Verdad


Introducción


  • En inglés, la novela se ha publicado con dos títulos: Ninetten Eighty-Four en Inglaterra y 1984 en Estados Unidos.
  • A él le habría avergonzado ver reeditadas casi todas sus publicaciones, por no hablar de sus cartas personales.
  • Valoramos a Orwell porque estaba en lo cierto respecto a los aspectos principales del fascismo, el comunismo, el imperialismo y el racismo, en una época en la que muchas persona que tendrían que haber sido conscientes de muchas cosas no lo fueron. 
  • Su verdadero talento consistía en analizar y explicar un periodo turbulento de la historial de la humanidad. 
  • Él intentaba decir siempre la verdad y admiraba a todo aquel que hiciera lo mismo. 
  • Mucha gente lee 1984 de joven y la novela le marca (porque ofrece más sufrimiento y menos consuelo que ningún otro texto escolar), pero casi nadie se siente motivado a redescubrirla de adulto. 


La historia se detuvo. Orwell 1936-1938


  • España supondría la gran ruptura de su vida, su hora cero.
  • Aunque Orwell sostiene que solo está haciendo de abogado del diablo, da la sensación de que se lo pasa mejor insultando a una minoría chiflada de socialistas que defendiendo otras formas de socialismo. Después de eso, concluir el libro con un llamamiento a que “las izquierdas de todos los matices olviden sus diferencias y se unan” resulta excesivo. 
  • “La guerra civil española es uno de los pocos conflictos modernos cuya historia la han escrito con mayor eficacia los perdedores que los vencedores”, escribió el historiador Antony Beevor. De hecho, Orwell, el hombre que escribió lamedora más leída sobre ese conflicto (Homenaje a Cataluña), luchó con los perdedores de los perdedores: El Partido Obrero de Unificación Marxista, conocido como POUM.
  • Esa mezcla de idealismo, ignorancia y determinación que encontramos en Orwell era habitual entre los extranjeros que acudieron a España en 1936.
  • En ocho de los nueve libros de Orwell aparecen ratas. 
  • El odio al fascismo había llevado a Orwell a España, pero se marchó de allí seis meses más tarde con un nuevo enemigo. El comportamiento de los fascistas había sido horrible, justo como esperaba, pero la crueldad y falta de honestidad de los comunistas le impactó. 
  • Borkenau se dio cuenta de que los comunistas españoles que empezaron a mentir para engañar a los demás acabaron engañándose a sí mismos. La paranoia tuvo como consecuencia que les cargaran el muerto a otros, se produjeran purgas y decayese la moral, y las exageraciones de la propaganda comunista provocaron errores militares. En Rusia, los os mentirosos no tardaron en pasar a ser los calumniados. Casi todos los oficiales rusos importantes que estuvieron en España acabaron siendo ejecutados o enviados al gulag. 
  • ¿Por qué criticaba Orwell el comunismo con más empeño que el fascismo? Porque lo había visto de cerca y porque su atractivo era traicionero. 


El mundo de Orwell




E. M. Forster, por su parte, sintió la necesidad de responder con un relato. En 1909, entre Una habitación con vistas y Howards End, Forster publicó The Machine Stops (La máquina se detiene), una brillante «réplica a uno de los cielos de H. G. Wells». El siglo xx le aterrorizaba, escribió en su diario: «La ciencia, en vez de liberar al hombre [...] lo convierte en un esclavo de las máquinas. [...] ¡Dios, qué futuro nos espera! Las casitas a las que estoy acostumbrado desaparecerán, los campos apestarán a gasolina y los zepelines harán añicos las estrellas».


Al ser un completo novato en el ámbito de la ciencia ficción, Forster tomó casi todas sus ideas futuristas de libros como Una utopía moderna, Cuando el dormido despierte y Los primeros hombres en la Luna, pero volvió la imaginación de Wells en su contra. Los ciudadanos del Estado subterráneo de Forster viven en un capullo de alta tecnología, donde la Máquina sagrada les hace llegar todo lo que necesitan (luz, aire, comida, agua, música, compañía). Débiles y pálidos debido a la inactividad, pueden dar conferencias y hablar mediante vídeo con sus «varios miles» de amigos repartidos por todo el mundo: una premonición de YouTube, Skype y Facebook. Sigue habiendo aeronaves, pero pocas personas las usan porque la Máquina ha conseguido que todos los lugares sean iguales: «¿Qué sentido tiene ir a Pekín si es exactamente igual que Shrewsbury?». Cuanto más poderosa se vuelve la Máquina, más gente depende de ella; cuanto más dependen de ella, más poderosa se vuelve. 


Al final, por algún motivo desconocido, la Máquina empieza a fallar, pero las personas están demasiado esclavizadas para protestar. Aceptan bañarse en agua maloliente y comer frutas artificiales podridas hasta el último día, cuando la civilización colapsa. La fábula de Forster sobre la adicción a la tecnología presenta una idea sorprendentemente protoorwelliana. En una sociedad en la que los “hechos terrenales” se consideran execrables, la historia se reescribe ad infinitum hasta alcanzar la perfección, gracias a esa generación “completamente gris que no verá la Revolución francesa como ocurrió, ni como les habría gustado que ocurriese, sino como habría ocurrido de haber tenido lugar en la era de la Máquina”.


El conflicto hizo que Wells se viniera abajo, en el plano físico (se le empezó a caer el pelo) y en el mental. “La vuelta a una total cordura tardó en llegar unos dos años”, escribió." Se volvió violento y belicoso, hasta el punto de que algunos de sus amigos pacifistas nunca se lo perdonaron. Luego ofendió también a sus amigos laicos al vivir un corto periodo de conversión religiosa. Se vanagloriaba de haber inventado el tanque de guerra en su relato de 1903 “The Land Ironclads” (Los acorazados terrestres) -hasta que el hombre que lo había inventado le demandó- y le ofendía que el Ejército no quisiera aprovechar al máximo su genialidad. En 1918, lord Northcliffe, dueño del Daily Mail y recién elegido director de Propaganda, hizo que Wells se uniese al esfuerzo bélico: le contrató para escribir periódicos falsos que se lanzarían sobre los soldados alemanes para minar su moral. Solo aguantó unas semanas.


Wells era capaz de imaginar las máquinas del futuro, pero no su interacción con la naturaleza humana. Por ejemplo, estaba seguro de que nadie querría participar en una guerra aérea, en la que se ataca sin distinción a civiles y combatientes; pero, en realidad, las naciones demostraron sentirse muy cómodas masacrando inocentes desde las alturas. Entonces pensó que una guerra tan devastadora sin duda provocaría una «ola de sensatez» con el militarismo, el imperialismo y la aristocracia y daría lugar a una confederación mundial de Estados socialistas. Por eso, se lanzó de lleno en los brazos del movimiento que buscaba instaurar una Sociedad de Naciones de posguerra, pero, como de costumbre, no pudo soportar lo limitada que resultaba su visión. Una vez más, se sentía como un gigante rodeado de enanos, pero ahora consciente también de que su poder y reputación estaban disminuyendo. 


Para Wells la historia era rítmica, cíclica. Las naciones crecían gracias a la energía creativa de un grupo al estilo de los Samuráis, se estancaban debido a una burocracia opresiva y, por último, sucumbían a los bárbaros. Wells creía que en ese momento el mundo estaba metido hasta el fondo en la segunda fase y era necesaria una nueva generación de Samuráis para comenzar de nuevo. 


El tedio era un problema cada vez mayor para sus lectores, sobre todo desde que Wells se obsesionó con la última encarnación de su heroica élite: “La Conspiración Abierta”. En “Men like Gods” (Hombres como dioses), un periodista estresado rejuvenece al entrar en un universo paralelo perfecto, en el que el Estado ha desaparecido. Vuelve a la década de 1920 decidido a “no descansar hasta que la vieja Tierra sea una ciudad en la que se instale la utopía”. En “The Dream” (El sueño), un científico del año 4000 sueña la vida entera de un hombre corriente en el “mundo atenazado por el miedo” de principios del siglo XX. Wells seguía decidido a contar sus sueños (un empeño siempre arriesgado) aunque los lectores preferían sus pesadillas. 


En “El camino de Wigan Pier” Orwell se posiciona en contra de “The Dream” y “Men like Gods”. Era de la opinión de que, al eliminar el dolor y el peligro, las utopías cómodas e infalibles de Wells subestimaban muchas de las cualidades humanas que el propio Wells admiraba. 


Décadas más tarde, Huxley dijo en “The Paris Review” que “Un mundo feliz” “surgió como una parodia de “Men like Gods”, de H.G. Wells, pero poco a poco se me fue de las manos y se volvió algo muy alejado de mi intención original”. 



“Un mundo feliz” está repleto de las ideas de Wells. 


Huxley escribía desde un mundo distinto al de Orwell. Aunque Mussolini y Stalin ya habían llegado al poder, la era totalitaria aún estaba en pañales. Y Huxley tenía la cabeza en otra parte, no en Europa. En 1926 navegó desde Asia a California y se pasó unas semanas avivando el fuego de su esnobismo mientras exploraba la escena estadounidense en el momento álgido de la era del  jazz. En el barco, encontró un ejemplar de “My Life and Work” (Mi vida y obra), de Henry Ford, que utilizó como base para la religión mecánica de “Un mundo feliz”: el fordismo. Tenía pensado volver a Estados Unidos algún día, solo “para conocer lo peor, porque es necesario de vez en cuando”. 


Orwell admiraba hasta cierto punto Un mundo feliz. Tenía buenos recuerdos de cuando Huxley fue su profesor en Eton, en 1918; un compañero aseguraba que Huxley le dio a Orwell «el gusto por  las palabras y por su uso preciso y apropiado»." Pero a alguien como él, que temía el dolor y recelaba del placer, no le convencía esa tiranía de la satisfacción que se expone en “Un mundo feliz”. No hay hambre de poder, ni sadismo, ni ninguna clase de dureza —se quejaba en 1946—. Los que están arriba no tienen ningún motivo poderoso para estar arriba, y, aunque todo el mundo es feliz de una manera vacía, la vida se ha hecho tan insustancial que es difícil que tal sociedad pueda mantenerse». En la distopía de Orwell no hay ni libertad, ni felicidad. Nada reluce. Por eso mismo, ambos escritores pensaban que la versión del futuro del otro resultaba inverosímil. Las similitudes son insignificantes, las diferencias, profundas, pero ambos libros coinciden en un aspecto: la condición de los proles.


La descripción que hace Orwell de los proles es el elemento menos convincente de 1984. No es muy creíble que un régimen obsesionado con el control absoluto permita que el ochenta y cinco por ciento de la población viva fuera del alcance de la Policía del Pensamiento y las telepantallas, ni que los proles sean inmunes al doblepiensa. Como demostraron Rusia y Alemania, el totalitarismo no es posible sin el apoyo de las masas. Lo que hace Orwell es ridiculizar dos sistemas políticos incompatibles: el funcionamiento del Partido representa el totalitarismo; el mundo de los proles es una caricatura de un capitalismo que, aunque más desaliñado, funciona de forma similar a la sociedad de “Un mundo feliz”. En “El camino de Wigan Pier”, Orwell descartó la teoría del «pan y circo», según la cual el Gobierno británico estaba anestesiando a las masas con comida barata, entretenimiento y bienes de consumo. 


¿Y qué opinaba Wells de “Un Mundo Feliz”? Huxley cenó con él en la Riviera poco después de la publicación del libro y escribió “me temo que (al viejo) Iole gustó ni un pelo”. En efecto. Wells dijo más tarde que la novela había sido “una gran decepción. Un escritor de la talla de Aldous Huxley no tiene derecho a traicionar el futuro como lo hizo en ese libro”. 


Wells le devolvió el golpe literario: en The New World Order (El nuevo orden mundial) afirma que “Un mundo feliz” es “la biblia del refinamiento impotente”, y en The Shape of Things to Come (la forma de las cosas venideras), el último libro que escribió antes de su extravagante y divertida autobiografía, dice que Huxley es “uno de los escritores reaccionarios más brillantes”. 


El hereje. Orwell y Zamiatin



Orwell también fue criticado y acusado de haber plagiado “Nosotros”. El primero en afirmarlo fue el historiador Isaac Deutscher, que le acusó de tomar prestada de Nosotros “la idea de 1984, la trama argumental, los personajes principales, los símbolos y todo el clima de su narración”. Pero esta afirmación presenta tres problemas. Primero, Deutscher exagera los parecidos entre ambas novelas. Segundo, como ya hemos visto, Orwell había escrito un boceto de 1984 meses antes de haber leído Nosotros. Tercero, Orwell hizo grandes esfuerzo para que la novela de Zamiatin se volviera a publicar en inglés y animó a sus lectores más de una vez a “estar atentos a este libro”, algo que no se suele hacer cuando tienes intención de plagiarlo. 


El concepto de originalidad resulta problemático en el campo de la ficción. No acusamos a cualquiera que escriba sobre un detective brillante y excéntrico de estar copiando a Arthur Conan Doyle. Además, el género de la ficción utópica presenta una serie de temas y motivos recurrentes. Edward Bellamy tuvo influencia sobre Willian Morris; ambos influyeron en H.G. Wells; Wells influyó sobre Huxley, Orwell y Zamiatin; y todos ellos introdujeron alguna idea, técnica o tono nuevos. Como dijo Morris, cada utopía es “la expresión del temperamento de su autor”. A pesar de ello, es imposible leer la extraña y visionaria novela de Zamiatin y no pensar en las historias que se escribirían más tarde, incluida la de Orwell. 


Los musicómetros de Zamiatin anticipan los versificadores de Orwell. 


A pesar de su enorme importancia, Nosotros no es más conocida porque no es una lectura fácil. La prosa compacta e impresionista de Zamiatin se parece a un cuadro de sus contemporáneos Malévich o El Lissitzky: colores y formas puros. Los pájaros, por ejemplo, son “agudas bandadas triangulares y negras, que descendían con sonidos estridentes”, la risa es “el estallido de cohetes de feria de colores rojos, azules y dorados”, la anatomía se describe como geometría. Zamiatin quería usar un lenguaje acorde a un mundo acelerado. “Cuando nos movemos deprisa -escribió en 1923-, el canon, lo habitual elude nuestra vista; de ahí el simbolismo y el vocabulario inusual, a veces sorprendente. La imagen es nítida, sintética, destaca un solo rasgo: el rasgo que verías desde un coche que avanza a toda velocidad”. 


En opinión de Orwell, Nosotros tiene “una trama más bien débil y episódica que resulta demasiado compleja para ser resumida”. Sin entrar en muchos detalles, hay una banda de revolucionarios llamados los Mefi, que intentan apropiarse del Integral, destruir el Muro Verde y derrocar el Estado Único, todo ello con la indecisa colaboración de D-530. El Benefactor se defiende por medio de la Gran Operación, un proceso similar a la lobotomía para extirpar la imaginación y hacer que los ciudadanos sean “perfectos como máquinas. El camino hacia la plena felicidad está libre”. Al diablo con la sociedad perfecta; lo que se necesitan son cerebros perfectos. El libro acaba cuando torturan a I-330 hasta la muerte, mientras un D-530 pacífico y sonriente insiste en la victoria del Estado Único: “Porque la razón ha de vencer”. 


Cuando Wells visitó Petrogrado en 1920, Zamiatin hizo un discurso en su honor. En su ensayo de 1922, “H.G. Wells”, Zamiatin entendió, a diferencia de Orwell, que los grandes planes de Wells no eran más que un puente que se tambaleaba sobre un abismo de caos y violencia. “La mayor parte de sus fantasías sociales llevan el sino - y no el signo + -escrbio Zamiatin-. Sus novelas sociofantásticas son instrumentos para explorar las deficiencias del orden social existente, más que para construir la imagen de un paraíso futuro”. Es decir, Wells utilizaba “los oscuros colores de Goya”, y no “los colores empalagosos y rosados de una utopía” (con la excepción de Men like Gods ). 


Aunque Orwell hubiera tomado de Zamiatin algunas partes de su estructura ficciones, su impulso filosófico era muy diferente. Cuando el Benefactor dice que la gente siempre ha querido “alguien que les diga de una vez por todas en qué consiste la felicidad y que luego les encadene a ella”, suena más como el Mustafá Mond de “Un mundo feliz” o como el Gran Inquisidor de “Los hermanos Karamazov”, de Dostoievski, famoso por defender que la pérdida de libertad es un precio que la gente está dispuesta a pagar por la felicidad. Orwell rechazaba esta idea. Cuando Winston imagina que O’Brien va a justificar el gobierno del Partido con el argumento de que “la humanidad tenía que elegir entre la libertad y la felicidad, y que la mayoría prefería la felicidad”, es castigado por su estupidez. Los ciudadanos de Oceanía no son ni libres ni felices. La igualdad y el progreso científico, tan importantes en “Nosotros”, no tienen cabida en la dictadura estática y jerárquica de Orwell; la mentira organizada, esencial en “1984”, no era una de las preocupaciones de Zamiatin. 


Zamiatin tomó la ecuación 2 + 2 = 4 de otra novela de Dostoievski, “Memorias del subsuelo”, para representar el “muro de piedra” de la racionalidad. El narrador de Dostoievski insiste en su libertad de decir otra cosa: “Después de “dos y dos son cuatro” no queda, evidentemente, nada, no solo nada que hacer, sino incluso nada que saber”. Una vez más, Orwell se opone. Cuando uno se enfrenta al misticismo y la locura deliberada, “la libertad consiste en poder decir que dos y dos son cuatro. Admitido eso, se deduce todo lo demás”. 


Algunos críticos insisten en que Ayn Rand podría haber escrito su novela “Himno” en 1938 sin haber leído “Nosotros”. Cuesta creerlo.




Rand huyó de Rusia en 1926, con veinte años, y se llevó consigo a Estados Unidos un odio al comunismo que la acompañó toda su vida. Escribió “Himno” en tres semanas en el verano de 1937 y dio que la primera vez que había imaginado “un mundo futuro en el que no existía la palabra ‘yo’ fue cuando estas en la escuela en Rusia”. Rechazada en Estados Unidos, la novela corta se publicó por primera vez en Gran Bretaña y Malcom Muggeridge escribió en The Daily Telegraph que se trataba de “una espeluznante predicción del futuro… un grito de angustia tras un exceso de intolerancia doctrinaria”. 


La paranoia y la opresión que Orwell asociaba con Stalin ya habían echado raíces en Rusia en la época en la que Zamiatin escribió “Nosotros”. En su obra de teatro de 192 “Los fuegos de Santo Domingo”, Zamiatin utiliza la Inquisición española para hacer una sátira del Terror Rojo; uno de los inquisidores hace un discurso con un regusto orwelliano: “Si la iglesia me dijera que tengo un solo ojo, estaría de acuerdo, me lo creería. Porque aunque sepa con certeza que tengo dos ojos, sé con mayor certeza todavía que la Iglesia no puede equivocarse”. 


Al parecer, Orwell no sabía casi nada de la vida de Zamiatin. Si hubiese sabido más, si hubiese leído “Nosotros” una década antes, es posible que hubiese visitado al escritor ruso cuando pasó por París de camino a España. Una conversación con él podría haber acelerado su comprensión de Rusia y su interés por las antiutopías. Aunque quizá entonces ya era demasiado tarde. Zamiatin estaba muy enfermo con angina de pecho. Poco después del amanecer del 10 de marzo de 1937 (Cuando, como escribió en “Nosotros”, la luz era “oro cálido rosado y translúcido”), el corazón le dejó de latir. Tenía cincuenta y tres años. Un pequeño grupo de amigos le enterró bajo la lluvia. En Rusia, apenas fueron conscientes de su muerte.

Los ciudadanos del Estado Único de Zamiatin podían elegir entre una libertad dolorosa y caótica o la felicidad mecánica de la obediencia absoluta. Él, igual que Orwell, en verdad nunca pudo elegir. Era tan obstinado como los hechos. 



Verdades incómodas. Orwell 1944-1945




«¿Quién puede olvidar la primera vez que leyó El cero y el infinito?-se pregunta Michael Foot-. Sobre todo para los socialistas es una experiencia indeleble. Recuerdo haberla leído en una sola noche, horrorizado, sobrecogido, fascinado»." Koestler ofrece una posible solución al misterio de los juicios de Moscú: ¿por qué tantos miembros del Partido Comunista confesaron haber cometido crímenes contra el Estado, firmando así su sentencia de muerte? O todos ellos eran culpables de sus cargos (imposible), o cedieron por torturas (inadecuado) o, como defiende Koestler, todos esos años de lealtad inflexible habían anulado su creencia en la verdad objetiva: si el Partido necesitaba que fuesen culpables, entonces lo eran. Como exclama Parsons en 1984: «¡Pues claro [que soy culpable]! No pensarás que el Partido iba a detener a un inocente, ¿no?». En Oceanía no hay leyes, solo crímenes, y no se distingue entre acto y pensamiento. Por eso mismo, Winston puede confesar los cargos inventados de espionaje, malversación, sabotaje, asesinato, perversión sexual y mucho más y creer en cierto sentido es culpable. «Todas las confesiones que se hacen aquí son ciertas que -afirma O'Brien-. Hacemos que lo sean». Igual que en la Rusia de verdad soviética. Con Stalin, escribió Orwell en su reseña de 1941 de El cero y el infinito, «a uno no lo encarcelan por lo que hace, sino por lo que es o, más bien, lo por que se sospecha que es».


El protagonista de Koestler, Rubachov, es un oficial soviético de alto rango que es detenido durante una purga; esto le lleva a pensar que él mismo ha enviado diligentemente a la muerte a miembros inocentes del Partido. De la noche a la mañana, pasa de ser verdugo a víctima por capricho del Número Uno, el enigmático e infalible sustituto de Stalin cuyo rostro se ve en todos los muros. A Stalin no le bastaba con eliminar a sus enemigos, necesitaba su confesión y arrepentimiento para destruirlos moralmente y confirmar así su victoria sobre la realidad. «El horror que emanaba de él [del Número Uno] consistía, sobre todo, en la posibilidad de que tuviese razón -escribe Koestler-, y de que todos los que él había asesinado se vieron obligados a reconocer, aun con la bala en la nuca, que era posible, después de todo, que él tuviera razón». El oficial soviético Gueorgui Piatakov, ejecutado en 1937, dijo que el verdadero bolchevique «está preparado para creer que lo negro es blanco y lo blanco es negro si el Partido así lo requiere, [...] no queda ni una partícula dentro de él que no esté vinculada al Partido, que no le pertenezca».


A Rubachov le llevan a una cárcel donde las luces están encendidas día y noche y le interrogan sin descanso en un proceso que en Rusia se conoce como la «cinta transportadora». Primero le interroga su antiguo amigo Ivanov, y luego Gletkin, un apparatchik más joven y más fanático. Orwell dijo que este último era «un espécimen casi perfecto del gramófono humano», libre de cualquier recuerdo del viejo mundo. «Los Gletkin no tenían nada que borrar; no necesitaban renegar de su pasado, puesto que carecían de él», escribe Koestler. También en 1984 los jóvenes son los ciudadanos más fanáticos: «Era casi normal que los mayores de treinta años temieran a sus propios hijos». El personaje de la hija de Parsons, que denuncia a su padre a la Policía del Pensamiento,  quizá se inspiró en Pávlik Morózov, el comunista de trece años que supuestamente fue asesinado por su familia en 1932 por haber denunciado a su padre a la policía secreta; más tarde fue glorificado como mártir en la propaganda soviética. En la Franja Aérea Uno, donde se canta «Bajo las ramas del castaño / te vendí y me vendiste / ahí están, y aquí estamos / bajo las ramas del castaño», la delación se promueve como una virtud. La familia no es nada en comparación con el Estado.


En un campo de prisioneros de guerra, al ver cómo golpeaban y humillaban a los oficiales de las SS derrotados, sintió que «la idea misma de venganza es una fantasía infantil». Claro que para él, que nunca había vivido la ocupación nazi, era fácil decirlo. Le preocupaba que las heridas de Europa fuesen aún más difíciles de sanar por los juicios de los crímenes de guerra y la división de Alemania, que esto sirviese solo para calmar la sed de sangre de la población. Si se llevase a los criminales de guerra al estadio de Wembley para que se los comieran los leones o los aplastaran los elefantes, pensaba Orwell, no quedaría ni un asiento libre. Esa imagen se le ocurrió un día de enero en Londres, mientras visitaba una exposición titulada “Los horrores de los campos de concentración”; se marchó de allí con la sensación de que era algo en cierta medida pornográfico. En la Franja Aérea Uno, la iglesia de San Martín del Campo se ha transformado en una exposición de atrocidades y los ahorcamientos públicos de los criminales de guerra son una excursión ideal para toda la familia. Le parecía una “barbaridad” que, una vez acabada la guerra, ese tipo de ejecuciones hubiese vuelto a Núremberg y Járkov y censuraba la forma en la que el público británico, como Winston Smith, “participa de segunda mano al ver las nuevas películas”. Esto es “una vuelta más en la espiral descendente en la que nos encontramos desde 1933”.



Durante la década de 1930, sobre todo en “Sin blanca en París y Londres”, había hecho algunos comentarios hostiles hacia los judíos, como era habitual entre las personas de su generación y clase social. Solo con la llegada de la guerra hizo un esfuerzo real por analizar sus prejuicios; en cambio, nunca se replanteó su homofobia instintiva, ni su rechazo irreflexivo del feminismo. Se dio cuenta de que el consenso general de que el antisemitismo era inaceptable no llevaba, como sería de esperar, a que la gene examinase sus propios prejuicios; lo que se solía hacer era reescribir la definición para dejar en buen lugar al hablante y presentar ejemplos del mal comportamiento judío. 


Orwell se vio obligado a recordar a sus admiradores que, en realidad, él seguía siendo socialista. “Pertenezco a la izquierda y trabajo por ella, por mucho que odie el totalitarismo ruso y su nociva influencia en este país”. 


Todo Libro es un fracaso. Orwell 1946-1948


En su opinión, si suprimes los derechos de tus enemigos políticos, puedes estar seguro de que algún día ellos eliminarán los tuyos. Por eso mismo, le enorgullecía decir que durante la guerra había defendido los derechos de Oswald Mosley (cuando dejó de ser peligroso).


¿En serio Orwell destrozó su salud sin remedio por no tener a alguien que le mecanografiase los textos? Cuando dio por terminado su último borrador, en el mes de noviembre, Orwell le pidió a su editor que buscara a alguien que fuese a Barnhill a mecanografíar de nuevo el manuscrito; era tan caótico y estaba tan lleno de correcciones garabateadas que le parecía imposible que se pudiera descifrar sin su ayuda. Pero Chirsten había vuelto al lejano Oriente, no era fácil encontrar a alguien dispuesto a marcharse de inmediato a la isla de Jura y Orwell estaba impaciente. Lo mecanografió él mismo a un ritmo estricto de unas cuatro mil palabras al día, siete días a la semana, incorporado en la cama todo el tiempo que conseguía aguantar, entre subidas de fiebre y ataques de tos con sangre. En la primera semana de diciembre tecleó las últimas palabras, bajó al salón, compartió la última botella de vino con Avril y Bill y volvió a la cama, derrengado por el esfuerzo.


El 2 de enero de 1949, Orwell se marchó de Barnhill por última vez, en un largo viaje hasta el sanatorio Cotswold, en Cranham (Glouscestershire). Le dolía marcharse de un lugar tan lleno de vida. Como le comentó taciturno a Astor: “Aquí todo florece, menos yo”. 



El reloj da las trece. Orwell 1949-1950


Circula una teoría muy popular (tan popular que muchos ni siquiera se dan cuenta de que solo es una teoría) que afirma que el título de Orwell es solo la inversión de las últimas cifras de 1948, pero no hay ninguna evidencia que la sustente. Ese año también es una fecha importante en “El talón de hierro”. Sin embargo, al ver los primeros borradores de la novela que Orwell seguía llamando “El último hombre en Europa”, queda claro que todas estas conexiones no son más que coincidencias: al principio puso “1980”, luego, “1982”, y solo más tarde, “1984”. La fecha más trascendental de la literatura fue un cambio de última hora. 


Lo importante es que se trata de un futuro no muy cercano. Las novelas distópicas solían situarse o bien a más de un siglo del presente, o bien a la vuelta de la esquina. Lo suficientemente cercana a 1949 para que fuese palpable, pero lo suficientemente lejana para resultar creíble, la fecha escogida por Orwell cumple la misma función que su ubicación en Londres: que quede claro que podría pasar aquí, y dentro de poco. Cuando comienza la novela, Winston tiene treinta y nueve años y sabe que nació en 1944 o 1945, lo que le convierte en coetáneo de Richard Blair. No es descabellado pesar que Orwell estaba imaginando el mundo en el que su hijo alcanzaría la madurez. Pueden pasar muchas cosas en treinta y cinco años. Treinta y cinco años antes de la publicación de la novela aún nos encontramos en el glorioso verano de 1914. El archiduque Francisco Fernando seguía vivo, Orwell estaba a punto de cumplir once años y los campos de exterminio y las bombas atómicas eran ciencia ficción. 


Parte del humor negro de la novela es que puede que ni siquiera sea 1984. Cuando Winston se sienta  a escribir su diario, se da cuenta de que no está seguro, porque “era imposible fijar una fecha sin una imprecisión de uno o dos años”. Así que es posible que la primera línea que escribe no sea cierta. Desde el principio, Orwell le dice al lector que se trata de un libro en el no te puedes fiar de nada ni de nadie, ni siquiera del calendario.


Durante los meses previos a la publicación de la novela, Orwell se dedicó a despotricar de ella. En las cartas a sus amigos la llamaba “el libro abominable”, “un libro verdaderamente espantoso” y “una buena idea echada a perder”. Escribió a Warburg para decirle. “No estoy satisfecho con el libro, aunque tampoco estoy del todo insatisfecho… creo que la idea es buena pero el resultado habría sido mejor si no lo hubiera escrito con tuberculosis”. Preocupado por su incapacidad para ganar dinero (hablaba con ironía de la tuberculosis como “un pasatiempo caro”), esperaba conseguir con ella unas quinientas libras: “no apostaría que un libro así va a vender mucho”. (En comparación, las diversas ediciones de “Rebelión en la granja” le hicieron ganar doce mil libras hasta su muerte, el equivalente a cuatrocientas mil libras esterlinas de hoy en día).


Warburg se cayó de culo al leer el manuscrito. Su informe de lectura, concebido para guiar a su equipo en la promoción del libro, estaba lleno de elogios y estupefacción: “Es uno de los libros más aterradores que he leído… Orwell ha perdido la esperanza, o al menos no deja ni un resquicio de esperanza a sus lectores, ni siquiera una llama temblorosa. Se trata de un estudio del pesimismo absoluto, excepto quizá por el hecho de que, si un hombre puede concebir “1984”, tiene que tener también el deseo de evitarlo”. El primer lector de la novela fue también el primero en malinterpretarla, ya que Warburg hizo dos conjeturas erróneas que luego repetirían muchos lectores. Una, como ya hemos visto, fue llegar a la conclusión de que Orwell había perdido la fe en el socialismo. La segunda fue afirmar que el desolador final de la novela era consecuencia directa de la enfermedad de Orwell: “No puedo evitar pensar que este libro solo puede haberlo escrito un hombre que, aunque sea temporalmente, ha perdido la esperanza”. Eso no empañó su entusiasmo ni el de David Farrer, colega de Warburg en la editorial, que opinaba igual: “Orwell ha hecho lo que Wells nunca consiguió: crear un mundo fantástico que es tan espantosamente real que consigue que te importe lo que les pasa a los personajes que lo habitan”. No tenía ninguna duda de que podía convertirse en un superventas y si no conseguían vender por lo menos quince mil ejemplares “se merecían que los fusilaran”. 


Orwell se opuso a todos los intentos de “hacer el tonto” con el libro. Se negó a que el Book-of.the-Month Club (Club del Libro del Mes) de Estados Unidos publicase una edición sin el apéndice y sin el libro de Goldstein, a pesar de que se arriesgaba a perder, según estimación de Warburg, unas cuarenta mil libras en ventas. Si alguien pensaba que esas partes ensayísticas se podían desechar porque no contribuían al avance de la historia era porque no había entendido en absoluto el propósito de Orwell. Incluso antes de se publicase, todo el mundo parecía decidido a malinterpretarlo. 


En apariencia, Julia es una ciudadana modelo que produce en serie novelas baratas y pornografía para los proles, participa activamente en la Liga Juvenil Antisexo y en los Dos Minutos de Odio y transmite una sensación puritana de “campos de hockey, baños fríos, excursiones comunitarias”, y lo hace de forma tan convincente que Winston asume en un principio que es una espía de la Policía del Pensamiento y fantasea con partirle el cráneo con un adoquín. En privado es una aprovechada más que una hereje y utiliza su ingenio considerable para conseguir cosas en el mercado negro y seducir a miembros del Partido. Ingeniosa pero no intelectual (no le gusta leer), es “una rebelde solo de cintura para abajo”. 


O’Brien defiende que la verdad objetiva no existe; Winston insiste en que sí; Julia afirma que no importa. 


Orwell sí añadió más tarde algunos elementos cruciales. Uno de ellos fue la telepantalla de doble sentido. Orwell no tenía televisor, casi nadie tenía uno… Había personas que de verdad temían que esos nuevos aparatos se utilizarían para espiarlas. 


El “infalible y todopoderoso” Hermano Mayor fue otra innovación posterior. El dirigente ubicuo e intangible de Oceanía es una mezcla entre el Número Uno de Koestler, el Benefactor de Zamiatin, Hitler y, sobre todo, el “tío Joe” Stalin, del que André Gide había dicho: “Su retrato está en todas partes, su nombre, en boca de todos y es alabado en todos los discursos públicos. ¿Es eso consecuencia de la veneración, del amor o del miedo? ¿Cómo saberlo?”. 


¿El Hermano Mayor fue una persona de carne y hueso? ¿Y Goldstein? ¿Quién escribió “el libro”? ¿Existe realmente la Hermandad? ¿Es la propia Oceanía la que lanza los misiles que caen en la Franja Aérea Uno? ¿La vieja del Ministerio del Amor es la madre de Winston? ¿Julia es al final parte de la Policía del Pensamiento? ¿Qué año es? ¿Cuánto tiempo ha pasado? No sorprende que la novela tenga tanto éxito entre los paranoicos, ya que describe un mundo inestable en el que las teorías conspirativas son muy válidas. Como le dice O’Brien a Winston, para evitar responder a su pregunta sobre la Hermandad: “mientras vivas, será un enigma para ti”. Casi todo lo que sabe Winston sobre el funcionamiento del mundo viene del libro de Goldstein (que podría ser un engaño escrito por el Partido) y de lo que le cuenta O’Brien durante su interrogatorio (que podría ser todo mentira, también la afirmación de que el libro de Goldstein es un engaño escrito por el Partido). Hay muy poco que sea definitivamente verdad. 


La reputación de Orwell como ejemplo de claridad, con su prosa transparente y su aprecio por los hechos, oculta su destreza y lleva a la gente a leer el libro de forma literal, aunque el propio texto indique lo contrario. 


La novela en su totalidad es una crónica de una muerte anunciada (peor que la muerte: la vaporización, la no personificación), aunque acaba justo antes de que Winston reciba la inevitable bala. 


Orwell tenía una relación complicada con la religión: era un ateo que, a pesar de ello, creía que el totalitarismo solo podía haberse desarrollado en medio de un vacío espiritual y sentía cierto apego emocional hacia el protestantismo. 


Orwell era un crítico sistemático del catolicismo, al que comparaba a menudo con el fascismo y el comunismo como ejemplo supremo de dogma tiránico. La fusión de pensamiento, palabra y obra que encontramos en la oración del “Yo confieso” podría incluso entenderse como el fundamento lógico sobre el que se asienta el concepto de “crimental”. 


Era un libro que tocaba con fuerza la sensibilidad política de los lectores y ponía de manifiesto sus prejuicios. Los críticos conservadores pensaban que era una denuncia categórica no solo de la Unión Soviética, sino de todas las formas de socialismo, incluida la de Attlee. “Life”, la revista ferozmente anticomunista de Henry Luce, le dedicó ocho páginas ilustradas con caricaturas de Abner Dean, en las que se decía que “el libro refuerza la sospecha cada vez más extendida de que una parte de los laboristas británicos están encantados con la austeridad, y les gustaría mantenerla”. El “Evening Standard” de lord Beaverbrook sugirió con malicia que debería ser una “lectura obligatoria” para los delegados que se dirigían al encuentro del Partido Laborista en Brighton. 


Los críticos comunistas también lo entendieron como un ataque al socialismo. Samuel Sillen, editor de la revista “Masses and Mainstearm”, escribió una denuncia histérica de la “enfermedad” de Orwell, provocada en gran parte por el asco que le daba que el libro tuviese éxito. “1984”, escribió, no es solo una “basura cínica”, sino también propaganda a favor del mercado libre a la altura de Hayek. “Pravda” aseguró que era un “libro indecente”, escrito “por órdenes de Wall Street”. 


Cuando Warburg le visitó en Cranham el 15 de junio, Orwell le dictó una declaración en la que explicaba claramente el argumento de la novela y recalcaba que el totalitarismo podía surgir en cualquier parte y las superpotencias rivales “fingen que su oposición es mucho mayor de lo que en realidad es”.


Redactó una segunda declaración al día siguiente, después de que Francis A. Henson, oficial del sindicato de los trabajadores de la industria automotriz de Detroit, le escribiese preguntando si “1984” era una lectura recomendable para los miembros del sindicato. Orwell respondió que “NO era un ataque al socialismo ni al Partido Laborista británico (del que soy simpatizante)”, sino una advertencia de que “si no se lucha contra él, el totalitarismo podría triunfar en cualquier parte”. El condicional establece una distinción esencial. “No creo que vaya a llegar inevitablemente una sociedad como la que he descrito, pero sí creo (teniendo en cuanta, por supuesto, que el libro es una sátira) que podría llegar algo parecido”. Para rematar, el sindicato se equivocó al transcribir su nota manuscrita y en vez de “podría llegar” puso “llegará”, por lo que, cuando “Life” le pidió permiso para publicar la aclaración de nuevo, tuvo que estar pendiente de que no cometieran el mismo error. Incluso su aclaración necesitó una aclaración. 



Milenio negro. 1984 y la Guerra Fría


Según el Oxford English Dictionary, newspeak (nuevalengua) se utilizó por primera vez en forma independiente a la novela en 1950; Big Brother (Hermano Mayor) y doublethink (doblepiensa), en 1953; thoughtcrime (crimental) y unperson (nopersona), en 1954. Mary McCarthy acuñó el adjetivo orwellian (orwelliano) en un ensayo de 1950 sobre revistas de moda, nada menos. También en 1950, Hugh Gaitskell, canciller de la Hacienda del Reino Unido, acusó a la oposición conservadora de aquello “que el difunto George Orwell, en su libro titulado ‘1984’, que puede que los honorables diputados hayan leído o no, denominó doublespeak (doblelengua)”. En realidad, esa palabra no aparece en la novela de Orwell, pero desde entonces se ha hecho un huevo en el vocabulario político. El propio Winston Churchill consideraba que “1984” era  “un libro notable”. 


En 1958, cuando un juez de Alemania del Este condenó a un adolescente a tres años de cárcel por haber leído y discutido el libro, declaró que Orwell era “el escritor más odiado en la Unión Soviética y en los Estados socialistas”. 


Para muchos de los amigos y admiradores de Orwell, el hecho de que la derecha se apropiase de él de esa forma era una especie de robo de cadáveres: sus críticos, en cambio, pensaban que se lo  había buscado él solito. Décadas después de su muerte, el debate se volvió a abrir, cuando se descubrió la participación secreta del propio Orwell en las intrigas de la Guerra Fría. 


Tremendamente asustados. 1984 en los años setenta


Un día frío y luminoso de abril de 1973, David Bowie y su percusionista, Geoff MacCormack, se subieron al transiberiano en Jabárovsk. El cantante, que tenía miedo a volar, había comenzado el largo camino de vuelta a casa, en Londres, tras su tour or Japón. El viaje, que duraba una semana hasta Moscú, fue pura diversión en principio, pero a medida que se acercaban a la capital soviética, la atmósfera empezó a ser cada vez más sofocante por la tensión y la desconfianza. En Moscú, Bowie vio desde la ventana de su hotel, situado en la Plaza Roja, un desfile militar que duró un día entero. “En mis viajes por Rusia pensé que el fascismo debió ser algo parecido -afirmó más tarde-. Marchaban igual. Hacían los mismos saludos militares”. Cuando el tren que iba a París atravesó la tierra de nadie entre Berlín Oriental y Occidental, los dos hombres se quedaron aturdidos y mudos al pasar entre las ruinas silenciosas. “Los tristes recuerdos de los fracasos del hombre parecían no terminar nunca, mientras el tren seguía avanzando lentamente -recuerda MacCormack-. Ninguno dijo ni una palabra”. 


Este intento viaje reforzó en Bowie una creciente sensación de miedo y paranoia. En el último tramo de su viaje a casa, le contó a Roy Hollingsworth, de la revista “Melody Maker”, cómo le había transformado. “Sabes, Roy -le dijo fumando como un loco-, he visto cómo son las cosas y creo que sé quién controla este planeta. Y nunca en mi vida había estado tan asustado como después de ver lo que he visto sobre el estado del mundo”. 



El octavo álbum de Bowie, titulado en un principio “We Are the Dead” (Somos los muertos), fue una operación de rescate. “A decir verdad… todo esto era en origen el dichoso “1984”. Iba a ser un musical, pero ella (Sonia) lo mandó al garete al decir que no. Así que, en el último momento, lo transformé en un nuevo álbum conceptual llamado “Diamond Dogs”. Nunca quise hacer de “Diamond Dogs” un musical, yo quería hacer 1984”. 


Diamond Dogs era la broma enferma de una mente al límite, retorcida por la decadencia, la enfermedad y el miedo. Bowie dijo que era «una mirada retrospectiva a los años sesenta y setenta del siglo xx y un álbum muy político. Mi protesta». Surgió de la unión de dos proyectos abandonados (1984 y el musical de Ziggy Stardust) y una historia vívida pero poco madura sobre un lugar llamado Hunger City (Ciudad del Hambre). En la pista que da nombre al álbum y en la introducción hablada, que se titula «<Future Legend», la Ciudad del Hambre se presenta como una distopía muy típica de la década de 1970, en la que unos mocosos salvajes se reúnen en lo alto de los rascacielos abandonados y merodean por las calles en patines (debido a la crisis del combustible) para robar joyas y abrigos de piel. «Tenía en mente este tipo de mundo, una mezcla de Wild Boy y 1984», explicó Bowie y añadió que los miembros de la banda «también salieron a rastras de La naranja mecánica». Los brutales jóvenes de la novela de 1962 de Anthony Burgess y de la versión cinematográfica firmada por Stanley Kubrick en 1971 sin duda fueron una influencia importante: el golpe de colores chillones que a Bowie le faltaba en la Franja Aérea Uno. «Ese era nuestro mundo, no el maldito rollo hippie», dijo más tarde. Aunque Burgess consideraba que «en mi opinión, no es una novela muy buena»," La naranja mecánica nos ofrece la sociedad más cautivadora y original de un futuro cercano desde la de Orwell. En ella, escenifica la lucha entre la libertad y el control en la era de los mods y los rockers británicos. Está narrada en nadsat, una jerga juvenil basada en el inglés y el ruso. El Estado destroza mentalmente a Alex, el violento protagonista de Burgess, para convertirlo en un ciudadano obediente, lo mismo que le ocurre a Winston. «Es mejor tener nuestras calles infestadas de jóvenes matones asesinos que negar la libertad de elección individual», explicó Burgess. 


En Future Legend habla de «ratas del tamaño de gatos»; sería fantasioso pensar que esa imagen proviene de la vieja canción militar citada en Homenaje a Cataluña («ratas grandes como gatos»), por mucha influencia que Orwell hubiese tenido sobre Diamond Dogs. Aunque, en verdad, cualquier cosa era posible ahora que Bowie estaba obsesionado con la técnica de escritura cut up propuesta por William Burroughs. El anterior disco de Bowie, Pin Ups, era un álbum de versiones y, a su manera, Diamond Dogs es un cover irreverente, su sampleado de 1984, en el que hace un collage con sus propias preocupaciones y fragmentos de la novela hasta conseguir un efecto fantasmagórico. Bowie fue el primero en utilizar el libro como un cofre lleno de imágenes e ideas lo suficientemente conocidas para jugar a su aire con ellas.


Algunos de los fragmentos son bastante significativos. En la histeria gótica de «We Are the Dead» se reimaginan los últimos momentos de Winston y Julia antes de su detención: «Oh dress yourself my urchin one, for I hear them on the stairs» (Vístete, niña traviesa, que los oigo en la escalera). En «Dodo», que no se incluyó en el álbum pero se publicó más tarde, parece que Winston se acabara de despertar de un sueño en el Ministerio del Amor, ya que se mencionan delatores, informes, archivos y una “luz abrasadora” mezclados con un relato sorprendentemente preciso de cómo Parsons fue delatado por su hija. “Big Brother” es una oración extática al poder: «Someone to claim us, someone to follow...» (Alguien que nos rescate, alguien al que seguir...). Como era de esperar, John Lennon y Stevie Wonder odiaban al Hermano Mayor; Bowie era el único que podía imaginarse adorándolo. En el álbum, hay otras referencias más difíciles de identificar. ¿Cuántos oyentes del melodrama funk 1984 se dieron cuenta de la referencia al año en el que detuvieron a los supuestos traidores de Orwell: Jones, Aaronson y Rutherford («Looking for the treason that I knew in '65» [En busca de la traición que sé que ocurrió en ¿cuántos se dieron cuenta de que la referencia a una «room to rent» (habitación de alquiler) hace que «Rock 'n' Roll With Me», una canción que en apariencia trata sobre la relación de Bowie con su audiencia, también pueda entenderse como una desesperada canción de amor sobre Winston y Julia? Y cuando en 1984 canta «I'm looking for a party», «party» puede significar tanto una fiesta como un partido político: ¿qué es lo que buscaba Bowie? No tiene por qué estar refiriéndose a la más divertida de las dos. Es como si estuviese dejando un rastro de miguitas de pan para los entusiastas de Orwell.


La pista final, «Chant of the Ever Circling Skeletal Family», es como convertir los Dos Minutos de Odio en un baile infernal y desenfrenado. Acaba (o no acaba del todo) en un bucle metálico como un tartamudeo, «bru, bru, bru, bru», que parece eterno, como una bota que golpea un rostro.


Según el pianista Mike Garson, en las sesiones de grabación de Diamond Dogs, celebradas en enero y febrero de 1974, había «un ambiente pesado». Igual que en Gran Bretaña, atenazada por la semana laboral de tres días y una campaña a las elecciones generales excepcionalmente agitada. En su relato de las elecciones, titulado «Battle of Britan, 1974» (La batalla de Inglaterra, 1974), Richard Eder, un desconcertado escritor de The New York Times, afirmó que la crisis del país era psicológica. Son tiempos difíciles, admite, pero no tan difíciles como para justificar «las continuas advertencias de derechas e izquierdas, en la prensa y la televisión,  de que el tejido social británico está a punto de desgarrarse». Eder, venía de un país destruido por el Watergate y la recesión, se preguntaba cómo era posible que esta nación, famosa por su sensatez, hubiese perdido la cabeza así: «Es muy difícil hablar del futuro en este peculiar clima británico en el que la histeria se mezcla con el humor, la desesperanza y el optimismo».


  En el extraño mejunje de Diamond Dogs encontramos los mismos cuatro estados. Publicado el 24 de mayo, se presentó como un álbum que «conceptualiza la visión de un mundo futuro con  imágenes de la decadencia urbana y el colapso». Colapso, igual que crisis, era una palabra que estaba en la boca de todos los comentaristas. Nadie busca coherencia política en un disco de rock, pero hay una diferencia fundamental entre la Franja Aérea Uno y la Ciudad del Hambre: un Estado tiene el control absoluto; el otro no tiene control de nada. Parece que a Bowie le entusiasmaban y asustaban por igual el totalitarismo y la anarquía posapocalíptica, pero el hecho de que la canción más alegre y emotiva del disco fuese la de «Big Brother» da una pista inquietante del cariz que estaba tomando.


Para la gira de Diamond Dogs, Bowie le dio tres indicaciones al escenógrafo Mark Ravitz: «Poder, Núremberg y Metrópolis, de Fritz Lang». El cantante también hizo bocetos y maquetas para una película sobre la Ciudad del Hambre, que nunca llegó a filmarse, pero cuyas primeras escenas estaban previstas en los bajos del «edificio de la Asamblea Mundial», donde la escoria mutante de la ciudad se dedica a apostar, ver pornografía y meterse unos comestibles sintéticos llamados «comicaína». Ese término describe muy bien la dieta del propio Bowie en aquella época. Desde que empezó a tomar cocaína el otoño anterior, se había quedado pálido y delgado como un vampiro: una raya blanca humana. Teniendo en cuenta que ya era un hombre paranoico de por sí, no era una muy buena idea. 


  Bowie se fue a vivir a Estados Unidos. Estaba harto de Inglaterra y del rocanrol. En su siguiente disco, Young Americans, exploró un nuevo sonido de influencia negra que él denominaba «plastic soul» (alma plástica). La canción más perturbadora, «Somebody Up There Likes Me», es una reflexión hábil e insinuante sobre el poder, narrada a por un personaje que combina los papeles de estrella mesiánica del rock, político demagogo y promotor comercial. «En verdad siempre digo lo mismo-explicó Bowie-. Lo que llevo años diciendo, de distintas formas es: "¡Cuidado, Occidente va a tener su propio Hitler!". Lo he dicho de mil formas distintas», 


No obstante, poco a poco, en las entrevistas esa afirmación empezó a dejar de parecer una advertencia, a medida que sus obsesiones continuas con el poder, los medios de comunicación de masas, los superhombres nietzscheanos, la magia negra y la mística nazi dieron forma a algo grotesco. Hitler, llegó a afirmar con admiración, era un «artista mediático» que «puso a un país en escena». La democracia liberal se había vuelto débil y decadente necesitaba recuperar «una conciencia de Dios muy medieval, estricta y viril, que nos permita salir a arreglar el mundo de nuevo». La solución era una dictadura fascista temporal. «Necesitamos un frente de extrema derecha que llegue, ponga todo patas arriba y enderece las cosas -dijo un Bowie muy parecido a H. G. Wells en sus peores momentos-. Solo entonces será posible una nueva forma de liberalismo».


Al leer estas entrevistas a la luz de la posterior postura liberal de izquierdas de Bowie, la explicación evidente es que estaba paranoico y muy confundido, que la cocaína y la falta de sueño le estaba  habían trastornado, que estaba buscando respuestas en lugares peligrosos y se divertía lanzando provocaciones casi incoherentes a los periodistas musicales hippies. Superó esta fase en cuanto se mudó a Berlín, donde el totalitarismo era una realidad pasada y presente, y no la fantasía balbuceada por una estrella del rock. Muchos años después, tras recordar su pasado con un escalofrío, dijo: «Toda mi vida se había transformado en un mundo de fantasía bizarro y nihilista en el que la fatalidad estaba a la vuelta de la esquina, lleno de personajes mitológicos y un totalitarismo inminente. Lo peor».


Dice mucho de la atmósfera enfervorizada de mediados de la década de 1970 el hecho de que varios miembros de la clase dirigente británica que no habían tocado un narcótico en su vida pensasen cosas parecidas. En un momento dado, Bowie intentó justificar sus excéntricos comentarios como «una observación teatral de lo que yo pensaba que podía ocurrir en Inglaterra». Es verdad que, por primera vez desde la década de 1940, personas influyentes estaban hablando en serio sobre una posible dictadura.



Orwellmanía. 1984 en 1984


No resulta en absoluto sorprendente que, a principios de año, todo el mundo estuviese ya cansado de Orwell. “¿Podríamos olvidarnos de Orwell un minuto o dos?”, suspiraba James Cameron en “The Guardian” el 3 de enero. Paul Johnson, de “The Spectator”, se quejaba de que los excesos de la industria de Orwell se habían convertido “en sí mismos en una especie de pesadilla orwelliana”. El diputado del Partido Liberal Alex Carlile se burlaba de los colegas que recurrían a “analogías manidas por los intentos de George Orwell de predecir lo que ocurriría en 1984”. Hasta Snoopy acabó tumbado en el techo de su caseta en una tira cómica de Charles M. Schulz, agotado “al pensar en todos los chistes sobre George Orwell que tendremos que escuchar en 1984”. Orwell había pasado de ser un héroe literario a una celebridad omnipresente y “1984” había dejado de ser una novela para convertirse en un meme. 


Como era inevitable, gran parte de la parafernalia orwelliana se centraba en el supuesto carácter profético de “1984”. Los articulistas de “The Futurist” hicieron cola para darle golpes como si fuera una piñata: “A la hora de predecir el mundo real de ‘1984’, Orwell lo hizo tan mal que corre el riesgo de que lo echen de su empresa de predicciones, ¡o incluso lo conviertan en una nopersona!”, se jactaba el editor de la revista. Isaac Asimov insistía en que podían demostrar que Orwell estaba equivocado en lo que respecta a los ordenadores y los viajes espaciales, algo difícil teniendo en cuenta que ninguna de las dos cosas aparece en la novela. Un anuncio de ordenadores Olivetti adoptaba una postura igual de absurda: “Según Orwell, en 1984 los hombres y los ordenadores serán enemigos. Pero esta visión pesimista no es cierta”. En realidad, Orwell ni siquiera buscaba predecir el progreso tecnológico en las democracias reales. Pero claro, para saber eso tendrías que haberte leído el libro.


Una de la personas que no lo leyeron fue el pionero del videoarte Nam June Paik. El día de Año Nuevo de 1984 coordinó un espectáculo televisivo multimedia transmitido internacionalmente vía satélite para celebrar el poder de ese medio para promover la comunicación. Entre los participantes estaban Philip Glass, John Cage, Peter Gabriel, Laurie Anderson, Merce Cunningham, Allen Ginsberg, Joseph Beuys y Salvador Dalí (al que Orwell había descrito una vez como “un sucio canalla”). El sarcástico título del evento era “Good Morning, Mr. Orwell”. “Big Brother’s screaming but we don’t care/ ‘Cause he’s got nothing to say / Think of the future, think of the prophecy / Think of the children of today” (El Hermano Mayor grita, pero no nos importa / Porque no tiene nada que decir / Piensa en el futuro, piensa en la profecía / Piensa en los niños del ahora), cantaba Oingo Boingo en “Wake Up (It’s 1984)”. Paik le dijo a “The New York Times”: “No me he leído el libro de Orwell: es un rollo. Pero él fue el primer profeta de los medios de comunicación”. Al parecer, Paik daba por hecho que “1984” era una novela sobre la televisión. 


Un periodista le preguntó al hijo de Orwell, Richard Blair (que acababa de cumplir treinta y nueve años, como Winston Smith), qué habría pensado su padre de la orwellmanía. “Creo que le habría consternado la forma en la que se ha interpretado 1984”, respondió Richard. 


¿Cómo puede “equivocarse” una novela?


Orwell nunca dijo mucho sobre 1984, pero una de las pocas cosas que dijo, y con convicción, fue que no se trataba de una profecía. Una sátira, una parodia y una advertencia, sin duda, pero no una profecía. 


Orwell nunca dijo mucho sobre “1984”, pero una de las pocas cosas que dijo, y con convicción, fue que no se trataba de una profecía. Una sátira, una parodia y una advertencia, sin duda, pero nunca una profecía. Como explicó en detalle en la declaración que hizo en 1949 para Francis A. Henson, “no creo que vaya a llegar inevitablemente una sociedad como la que he descrito, pero sí creo… que podría llegar algo parecido”. Es evidente que no fue así. Occidente se había corrompido y deformado de muchas formas por las maquinaciones de la Guerra Fría, pero no se había convertido en una dictadura como la de “1984”. Dado que no había tenido lugar esa transformación, el lanzamiento del Mac de Apple resultaba irrelevante. Daba la sensación de que cualquiera que quisiera vender un producto en 1984, ya fuese un ordenador o la economía neoliberal, tenía que afirmar que Orwell, la personificación del pesimismo, estaba equivocado; pero eso no es un argumento, no es más que un eslogan. 


Los cineastas se pusieron las pilas. Para la Navidad de 1983, Radford ya había escrito el guión y Perry había conseguido seis millones de dólares de la nueva empresa de Richard Branson, Virgin Films. Los dos estaban de acuerdo en que el único que podía interpretar a Winston Smith era John Hurt, el actor británico que siempre parecía tener una tos horrible y una conciencia aún peor. “Era el Winston Smith ideal -dijo Radford-. Un personaje afligido y famélico. En realidad, Hurt era muy atlético, pero sabía retorcerse”. Por suerte, Hurt era un gran admirador de “1984” y había querido interpretar a Winston desde que leyó la novela en la década de 1959, cuando aún era un estudiante. Según Hurt, “lo bueno de Orwell es que respalda lo que sientes de forma instintiva”. Suzanna Hamilton, una conocida actriz infantil, fue seleccionada para el papel de Julia y, gracias a un casting abierto anunciado en “The Guardian” para buscar al Hermano Mayor, Radford llegó hasta Bob Flag, un cómico que trabajaba en clubes nocturnos y tenía “unos ojos muy penetrantes”. No fue fácil encontrar a O’Brien: Sean Connery estaba ocupado, Marlon Brando cobraba demasiado y Paul Scofield se había roto una pierna. Ya llevaban semanas de rodaje cuando Radford consiguió convencer a Richard Burton de dejar su retiro de Haití para la que sería su última ínterpretación antes de su muerte en agosto. Según el director, Burton llevaba el único mono de trabajo que se ha confeccionado jamás en las elegantes sastrerías de Savile Row. “Era un actor extraordinario -dijo Radford-. Lo único que tuve que hacer fue contenerlo, poco a poco”. A Burton, la lógica descabellada de O’Brien le empezó a parecer cada vez más convincente, de una forma desconcertante. “De verdad me asusta -le dijo a Hurt-, porque empiezo a creer que lo que estoy diciendo es verdad”. 



Las noticias acerca de la película reavivaron el interés de Bowie por “1984”. Organizó un encuentro con Radford y Branson para hablar de la posibilidad de escribir la banda sonora, pero Bowie no hacía más que hablar de “música orgánica” y nadie sabía qué quería decir con eso. Lo que estaba claro es que no parecía referirse a los éxitos potenciales que buscaba Branson, así que se echó atrás y eligió en su lugar al dúo pop Eurythmics, que ya formaba parte de su empresa Virgin Records: fue una jugada polémica de la que Radford solo se enteró cuando la cantante Annie Lennox le llamó desde un estudio en las Bahamas para preguntarle por qué no estaba allí. La acalorada discusión entre Radford y Branson sobre si usar el “synth pop” de Eurythmics (que, con su “Sex-sex-s-s-sex-s-sex-sexcrime”, no encajaba del todo bien) o la música de Dominic Muldowney acabó llegando a las páginas de noticias, lo que supuso una publicidad excelente para una película que no era fácil de vender. 


Es muy importante recalcar que Orwell estaba mucho menos interesado en la ciencia que Wells, Zamiatin o Huxley… La ciencia en Oceanía no Lena ni dos páginas del libro de Goldstein… Cuando, en 1982, un profesor de Nueva York mandó leer la novela a sus cuarenta y nueve estudiantes adultos, solo uno la consideró anticomunista: al resto les recordó al FBI a la CIA, al Watergate, a la televisión y a los ordenadores. 


Oceanía 2.0 - 1984 en el siglo XXI


En 1984, durante una discusión pública sobre “1984”, el crítico cultural estadounidense Neil Postman argumentó que la televisión había transformado de forma radical la cultura, la política y el comportamiento humano en Estados Unidos en un sentido más parecido al de “Un mundo feliz” que al libro de Orwell. Siguió desarrollando esta teoría en un texto muy polémico titulado “Divertirse hasta morir”: “Orwell temía que lo que odiamos terminara arruinándonos, y en cambio, Huxley temía que aquello que amamos llegara a ser los que nos arruinara. Este libro trata la posibilidad de que sea Huxley, y no Orwell, quien tenga razón”. En el último capitulo aparece esta impactante frase: “En la profecía de Huxley, el Hermano Mayor no nos vigila por su propia voluntad; nosotros lo observamos a él por la nuestra”. Postman no esperaba que nadie se lo tomara al pie de la letra. 


Excepto los más desconfiados, todos les contamos de forma rutinaria a empresas como Facebook y Google lo que nos gusta, quiénes son nuestros conocidos o dónde estamos, entre otras muchas cosas. La escritora Rebecca Solnit defiende que Google es un “Hermano Mayor sofisticado”. 


En China, donde se aplica el régimen de censura más sofisticado del mundo, cualquier referencia al libro de Orwell se elimina de internet. 


“1984” trata de muchas cosas y son las preocupaciones de sus lectores las que determinan cuál es primordial en cada momento de la historia. Durante la Guerra Fría, era un libro sobre el totalitarismo. En la década de 1980 se transformó en una advertencia sobre la tecnología invasiva. Hoy en día, es sobre todo una defensa de la verdad. 


El temor de Orwell era que “el concepto mismo de verdad objetiva va desapareciendo poco a poco del mundo; ese es el núcleo oscuro de “1984”.


En su reseña original de 1949, la revista “Life” identificó la esencia del mensaje de Orwell: “Mientras los hombres sigan creyendo en hechos que se pueden probar y venerando el espíritu de la verdad en la búsqueda del conocimiento, nunca serán esclavos”. Setenta años más tarde, ese condicional cada vez parece más difícil de preservar. 


Epílogo


Todos sabemos cómo acaba “1984”. Devastado por lo ocurrido en la habitación 101, Winston Smith está sentado en una mesa del Café del Castaño, anestesiado por la ginebra de la Victoria y distraídamente escribe una ecuación en el polvo de la mesa. Pero ¿qué escribe exactamente? En la primera edición y en todas las ediciones desde 1987, escribe “2 + 2 = 5”. Pero durante casi cuarenta años la edición de bolsillo de Penguin omitió el cinco: “2 + 2 =   “. 


Hasta ahora nadie ha encontrado pruebas para explicar dicha omisión. Una hipótesis afirma que es solo una errata, aunque se trate de una sospechosamente importante. Otra, que un cajista rebelde, incapaz de aceptar la derrota absoluta, eliminó ese cinco. Una tercera posibilidad es que el propio Orwell hiciera una modificación poco antes de su muerte. Sea como fuere, esa grieta en el texto deja pasar un rayo de esperanza para Winston y eso altera de forma radical el mensaje de Orwell.