(Enero de 1942)
Nos reíamos del mariscal Goering cuando decía, unos años antes de la guerra, que Alemania tendría que elegir entre armas o mantequilla, pero solo se equivocaba en el sentido de que su país no necesitaba preparar una agresión contra sus vecinos y, por tanto, arrastrar al mundo entero a la guerra.
Leer es una de las diversiones más baratas que existen y no genera desperdicios. La publicación de diez mil ejemplares de un libro no usa más papel, ni más mano de obra, que la impresión del periódico del día, y cada ejemplar puede ir pasando por cientos de manos antes de llegar a la trituradora para reciclar el papel.
Antes de la guerra, el pueblo tenía muchos incentivos para derrochar, al menos hasta donde se lo permitían sus medios económicos. Todos trataban de venderle algo a alguien y el hombre de éxito, tal como se lo concebía entonces, era el que vendía más bienes y recibía a cambio más dinero. Sin embargo, ahora hemos aprendido que el dinero en sí carece de valor y que solo los bienes cuentan. Al aprender esto hemos tenido que simplificar nuestras vidas y recurrir cada vez más a los recursos de nuestra imaginación, en lugar de a los placeres sintéticos manufacturados para nosotros en Hollywood o por los fabricantes de prendas de seda, alcohol y chocolate. Y, bajo la presión de esta necesidad, hemos redescubierto los placeres simples -leer, caminar, la jardinería, nadar, bailar, cantar- que casi habíamos olvidado antes de la guerra, durante los años del dispendio.
Nos reíamos del mariscal Goering cuando decía, unos años antes de la guerra, que Alemania tendría que elegir entre armas o mantequilla, pero solo se equivocaba en el sentido de que su país no necesitaba preparar una agresión contra sus vecinos y, por tanto, arrastrar al mundo entero a la guerra.
Leer es una de las diversiones más baratas que existen y no genera desperdicios. La publicación de diez mil ejemplares de un libro no usa más papel, ni más mano de obra, que la impresión del periódico del día, y cada ejemplar puede ir pasando por cientos de manos antes de llegar a la trituradora para reciclar el papel.
Antes de la guerra, el pueblo tenía muchos incentivos para derrochar, al menos hasta donde se lo permitían sus medios económicos. Todos trataban de venderle algo a alguien y el hombre de éxito, tal como se lo concebía entonces, era el que vendía más bienes y recibía a cambio más dinero. Sin embargo, ahora hemos aprendido que el dinero en sí carece de valor y que solo los bienes cuentan. Al aprender esto hemos tenido que simplificar nuestras vidas y recurrir cada vez más a los recursos de nuestra imaginación, en lugar de a los placeres sintéticos manufacturados para nosotros en Hollywood o por los fabricantes de prendas de seda, alcohol y chocolate. Y, bajo la presión de esta necesidad, hemos redescubierto los placeres simples -leer, caminar, la jardinería, nadar, bailar, cantar- que casi habíamos olvidado antes de la guerra, durante los años del dispendio.
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