Cómo mueren los pobres

Noviembre de 1946

En 1929 pasé varias semanas en el hospital X, en el arrondissement 15º de París. Los empleados me sometieron al tercer grado habitual en el mostrador de recepción y, de hecho, me retuvieron unos veinte minutos para responder una retahíla de preguntas antes de dejarme entrar. Si alguna vez han tenido que rellenar formularios en un país latino, sabrán el tipo de preguntas a las que me refiero. 

A unas doce camas de la mía estaba el número 57 -creo que ese era su número-, un caso de cirrosis hepática. Todo el mundo en el pabellón lo conocía de vista, porque a veces era el protagonista de una lección médica. Dos tardes a la semana, el alto y serio doctor daba clase en el pabellón a un grupo de estudiantes, y en más de una ocasión el viejo número 57 era conducido en una especie de camilla con ruedas hasta el centro del pabellón, donde el doctor le arremangaba el camisón, dilataba con los dedos una enorme protuberancia fofa que el hombre tenía en la barriga -el hígado enfermo, supongo-, y explicaba con solemnidad que se trataba de una enfermedad atribuible al alcoholismo, más habitual en los países consumidores de vino. Como de costumbre, no hablaba con el paciente ni le dedicaba una sonrisa, ni un gesto con la cabeza, ni ningún tipo de saludo. Mientras hablaba, muy serio y erguido, mantenía el cuerpo demacrado bajo ambas manos, y a veces lo hacía girar suavemente adelante y atrás, con la misma actitud que una mujer manejando un rodillo. Tampoco es que al número 57 le molestasen estas cosas. Obviamente, era un viejo paciente del hospital, una pieza de exhibición habitual en las lecciones cuyo hígado estaba asignado desde hacía mucho tiempo a algún frasco de un museo de patologías. Con un profundo interés en lo que se decía sobre él, se quedaba acostado con los ojos descoloridos mirando a la nada, mientras el doctor lo exhibía como a una antigüedad china. Era un hombre de unos sesenta años, asombrosamente encogido. Su rostro, pálido como el papel, se había encogido hasta parecer tan pequeño como el de un muñeco. 

Una mañana, mi vecino el zapatero me despertó tirando de mi almohada antes de que llegaran las enfermeras. “¡Número 57!”, y dejó caer los brazos por encima de la cabeza. Había luz en el pabellón, la suficiente para ver. Vi al viejo número 57 tendido de lado, hecho un ovillo, con la cara asomando por el borde de la cama, mirando hacia mí. Había muerto en algún momento de la noche, nadie sabía cuándo. Al llegar las enfermeras, recibieron la noticia de la muerte con indiferencia y prosiguieron sus quehaceres. Después de mucho rato, una hora o más, otras dos enfermeras entraron marchando hombro con hombro como soldados, con gran estrépito de zuecos, y envolvieron el cadáver con las sábanas, pero no se lo llevaron hasta más tarde. Mientras tanto, con más luz, yo había tenido tiempo de echarle un buen vistazo al número 57.  De hecho, me tumbé de lado para mirarlo. Curiosamente, era el primer europeo muerto que veía. Había visto a difundas antes, pero siempre asiáticos, y normalmente gente que había tenido una muerte violenta. Los ojos del número 57 seguían abiertos, y también su boca, su pequeña cara retorcida en una expresión de agonía. Lo que más me impresionó fue la palidez de su cara. Ya lo era antes, pero ahora era solo un poco más oscuro que las sábanas. Mientras contemplaba la cara diminuta y retorcida, caí en la cuenta de que aquel desagradable desecho, esperando a que se lo llevaran en carrito y lo arrojaran sobre la plancha de la sala de disección, era un ejemplo de muerte “natural”, una de las cosas por las que rogamos en la letanía. Ahí lo tienes, pues, eso es lo que te espera dentro de veinte, treinta o cuarenta años; así es como mueren los afortunados, los que llegan a viejos. Uno quiere vivir, por supuesto; de hecho, uno solo sigue vivo en virtud del miedo a la muerte, pero sigo pensando, como lo hice entonces, que es mejor morir violentamente y no demasiado viejo. La gente habla de los horrores de la guerra, pero ¿qué arma ha inventado el hombre que se asemeje siquiera en crueldad a algunas de las enfermedades más comunes? La muerte “natural”, casi por definición, es algo lento, pestilente y doloroso. E, incluso así, hay una gran diferencia si puedes pasar ese momento en tu propia casa y no en una institución pública. 

Aún quedan cerca los tiempos en que se creía que en alguno de los hospitales grandes de Londres se asesinaba a los pacientes para después poder diseccionarlos. No oí esta historia en el hospital X, pero diría que a algunos de los hombres que había allí les habría parecido creíble. Y es que era un hospital en el que, tal vez no los métodos, pero sí algo de la atmósfera del siglo XIX había logrado sobrevivir, y ahí residía su peculiar interés. 

Ahora, seguramente, no presenciaríamos en ningún lugar del mundo el tipo de escena que describió Axel Munthe en La historia de San Michele, en la que un siniestro cirujano, con sombrero de copa y levita, la pechera almidonada salpicada de sangre y pus, trincha a un paciente tras otro con el mismo cuchillo y arroja los miembros amputados a una pila junto a la mesa. Por otro lado, el sistema nacional de sanidad pública ha acabado parcialmente con la idea de que un paciente de clase obrera es un pordiosero que merece poca consideración. Bien entrado este siglo, era habitual que a los pacientes “gratuitos” les extrajesen las muelas sin anestesia en los hospitales grandes. No pagaban, de modo que, ¿por qué tendrían que recibir anestesia?; esa era la actitud. También eso ha cambiado. 

El terror a los hospitales seguramente siga vivo entre los más pobres, y entre el resto de nosotros no ha desaparecido hasta hace muy poco. Es una parcela oscura aún próxima a la superficie de nuestra mente. He contado antes que al entrar en el pabellón del hospital X tuve una extraña sensación de familiaridad. Lo que la escena me recordó, claro está, fueron los hospitales apestosos y llenos de dolor del siglo XIX, que nunca había visto pero conocía a través de la tradición. 

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